Entre lo divino y lo humano
Por
Ana Rodríguez García
En palabras de Ray Loriga, la figura de Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús, es tremendamente cinematográfica. No le negaremos dicha cualidad a la Santa. Personaje ilustre aún hoy día, Teresa de Ávila fue una controvertida luchadora en la oscurantista España del siglo XVI. Una religiosa intelectual con pretensiones reformistas en un mundo controlado estrictamente por hombres, altos mandos del poder eclesiástico que se esforzaban en aplacar cada intento de cambio, soterrándolo en el miedo a levantar la ira del todopoderoso Santo Oficio.
No podemos decir, sin embargo, que se trate de la misma Iglesia que continúa protestando contra la “excesiva carnalidad” de las imágenes que muestran la unión espiritual entre una Santa nada virginal y un Jesucristo que la abraza en actitud poco recatada. Imaginar qué extraña comunión con el Altísimo experimentaba un místico durante el éxtasis entraña una enorme dificultad para los no iniciados. La escultura de Bernini nos presentaba a una Santa Teresa extasiada por la experiencia religiosa, con la boca entreabierta y la mirada perdida, flotando a unos palmos del suelo mientras una saeta angelical ensarta su corazón. Pero Loriga traduce a imágenes esta orgásmica unión espiritual entre lo divino y lo humano de forma algo más atrevida. Atrevimiento por otra parte carente de irreverencia, a pesar de las acusaciones de la conferencia episcopal. El propio realizador se defiende, alegando que el proyecto ha sido encarado en todo momento desde el respeto por el personaje. Y así es. Su interpretación de uno de los hitos de la historia de la Literatura española es, a mi entender, bastante lógica: se limita a mostrar la relación con la divinidad llevada al terreno de la metáfora característica de la poesía amorosa.
Con todo, esto es quizá lo más original que aporta Teresa, el cuerpo de Cristo. A pesar de no resultar conmovedora, de que el espectador no se vea seducido en ningún momento por un personaje tan atractivo como teóricamente nos lo había planteado el director, ésta es sin duda una película construida sobre un guión sólido, concreto, en el que no sobra nada y poco echamos en falta. Pese a todo, se realiza un tratamiento superficial de la faceta literaria del personaje (apenas unos versos de alguno de sus poemas más célebres son utilizados ineficazmente para narrar mediante voz en off las elucubraciones de su autora).
Escritor antes que cineasta (han pasado diez años desde la primera vez que se pusiese tras la cámara con La pistola de mi hermano, tiempo invertido en la escritura de múltiples guiones y colaboraciones con directores de la talla de Almodóvar o Carlos Saura), Ray Loriga se esfuerza en describir los ambientes que contextualizan la historia, haciendo especial hincapié en el vestuario que diseña la oscarizada Eiko Ishioka (espectaculares sus creaciones para el Drácula de Bram Stocker de Coppola), que junto con la sobria fotografía de Javier Alcaine reproducen fielmente los ambientes de las obras pictóricas de la época (llegando incluso a copiar el Cristo muerto de Mantegna). La dirección artística la firma un magistral Rafael Palmero en el que ha sido su último trabajo (R.I.P.), recreando la misma atmósfera de la serie que protagonizó Concha Velasco en los años ochenta.
En cuanto a Paz Vega, la actriz esconde aquí el deje meridional y huye de sus característicos aspavientos para enclaustrarse dentro de unos hábitos austeros que contienen su genio expresivo típicamente andaluz y evitan que sobreactúe. Interpreta en un ejercicio de contención nada desdeñable, a una mujer castellana, decidida, pasional, inteligente y culta, un personaje repleto de humanidad gracias a las contradicciones propias de su compleja personalidad. Completa el reparto una larga lista de nombres ilustres de la cinematografía española, desde Eusebio Poncela hasta Geraldine Chaplin, con un resultado que se escapa por los pelos de la mediocridad que caracteriza la producción española actual.
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