La reverencia final de Robert Altman
Por
Alicia Albares
La vinculación temática de la obra póstuma de Altman con el hecho de su desaparición resulta evidente, más allá de la pretenciosidad de la traducción al castellano de su título original (la coincidencia entre ambos es nula). Sin embargo, la existencia o no de intención por parte del propio director con respecto a esta circunstancia carece de importancia, pues otorga valor a la película más allá de toda coyuntura personal: Robert Altman ha querido contar una historia de las cosas que terminan, previendo o no su muerte. El resultado, juzgado por sí mismo, es una emotiva metáfora hecha película. Si a ello añadimos la posibilidad de disfrutar este nuevo y último proyecto como una dignísima despedida del cineasta responsable de películas tan emblemáticas como Los vividores o El juego de Hollywood, el sabor agridulce que dejará El último show hará las delicias de sus incondicionales y también de los que no lo son tanto.
No siempre es fácil componer una película coral sin provocar pérdida de autenticidad de los personajes ante los ojos del público, provocando una sensación de extrañamiento que rompe por completo la empatía. Para evitarlo, no sólo es necesario conocer muy bien a los protagonistas, sino que se hace indispensable profesar un amor incondicional hacia ellos. Eso, unido a la necesidad de una coherencia narrativa que los enlace y dé sentido, convierte esta categoría fílmica en una alquímica pero enriquecedora fórmula mágica que sólo debe utilizarse si se es un maestro. No todos los que se consideran como tales lo logran, pero, en algunas ocasiones, algunos que lo intentan, lo consiguen. La incursión que lleva a cabo Altman es, en este sentido, digna de elogiar: el director no sólo conoce bien a sus personajes, sino que los observa con una ternura infinita. Ninguno de ellos es glorificado ni despreciado en exceso, no hay héroes ni villanos; tan sólo hay personas de verdad. Y esa esencia que rezuma en acciones y diálogos nos enseña hasta donde puede llegar la madurez narrativa: en tan sólo unos minutos, consigue enamorarnos de todos y cada uno de ellos, de sus grandezas pero sobre todo, de sus miserias. Vivimos y disfrutamos con ellos una última función que, a pesar de compartir o no la pasión por la radio, nos acaba entristeciendo y conmoviendo a partes iguales.
El secreto de tal comunión diegética se construye gracias a los recovecos de un guión que, sin resultar denso, nos transporta con elegancia al pasado intuido de cada personaje: una historia de amor frustrada e inconclusa entre Yolanda Jonshon (una siempre soberbia Meryl Streep) y el conductor del show, Garrison Keillor (interpretándose a sí mismo con la naturalidad propia de alguien que, simplemente, ejerce su oficio una vez más, esta vez con cámaras delante); la deliciosa fachada de galán venido a menos y seductor a toda costa que borda el genial Kevin Kline (que sabe combinar a la perfección su vis cómica con el sutil patetismo que destilan sus gags); la ambigua relación de las hermanas Jonshon con el idolatrado y siempre presente recuerdo materno, que planea en cada conversación que mantienen y que condiciona cada acción de la vida de ambas…y muchos más jirones de vidas a las que nos asomamos sin espiar en exceso.
A pesar de las cuidadas individualidades, que se van presentando en el escenario y entre bambalinas con la misma intensidad durante el devenir temporal de la emisión (que quiere parecer tiempo real), la narración de Altman no queda suspendida, pues la acción avanza con seguridad gracias a la amenaza omnipresente que representa el sobrio Tommy Lee Jones como el próximo dueño de la emisora. El final está cercano, aunque el director quiere seducirnos con un tenue rayo de esperanza, que parece representar el elemento simbólico que es el personaje de la eficaz Virginia Madsen, en claro homenaje al ángel de la muerte bergmaniano. Cantos de sirena que tiñen el filme con pigmentos cercanos al surrealismo, pero siempre desde una exquisita contención. Amenizados los bloques narrativos con animados (pero no excesivos) números musicales en una banda sonora que no desmerece en absoluto y que, además, parece definir caracteres, la mezcla de géneros está servida, y en bandeja de lujo.
Con esta reflexión sobre la decadencia, sobre lo próximo del acabamiento de todas las cosas y metadiscurso sobre el mismo cine, Altman ha firmado su último trabajo, concluyendo su carrera de la mejor manera que podía hacerlo: inmortalizándose a sí mismo, un poco más, a través de una historia grande y contada con excelencia.
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