Figuras de autoridad
Por
Roberto Alcover
Hace escasas
fechas, un largometraje tan prescindible como El buen alemán
(The Good German, Steven Soderbergh, 2006) volvía a poner en
evidencia la inutilidad de rescatar un lenguaje, una pose, unas maneras,
en definitiva todo un rosario de significantes pertenecientes al denominado clasicismo, que, como toda corriente cinematográfica que se precie,
está destinada a ser reformulada, redefinida. De hecho, la gran cantidad
de contradicciones que atraviesan el film de Steven Soderbergh sólo
demuestran una cosa: que lejos de pretender homenajear a una forma de
hacer películas, El buen alemán no dejaba de ser otra excusa
más para que el cineasta norteamericano percutiera en su faceta lúdica
de ensayos con la técnica cinematográfica, de experimentar con la
imagen, como ya hiciera con el formato digital en Bubble
(2005). Y es que si algo se ha comprobado con el tiempo es que la evocación
nostálgica de un cine añejo no puede resultar otra cosa que un ejercicio
de impostura. Porque aunque la gramática del cine clásico pueda
parecer un lugar seguro, un refugio al que siempre acudir si uno desea
encubrir ciertas carencias, sus cimientos deben ser remozados a riesgo
de caer en lo caduco, como le sucede a Stephen Frears en Mrs
Henderson presenta (Mrs Henderson Presents, 2005) o a Narciso
Ibáñez Serrador en su trabajo para la televisión La culpa (2006). El clasicismo debe ser abordado con afán de renovación,
algo que ya han entendido cineastas como Clint Eastwood –a partir
de la reescritura de sus códigos–, John Carpenter –utilizando el
género para introducir mecanismos subversivos en su seno– o Jean-Luc
Godard –subrayando sus protocolos hasta que éstos quedan en evidencia,
haciéndose visibles.
Robert de Niro parece haber tomado nota de lo anterior, y su carrera como director
–escasa pero muy estimulante y esperanzadora de cara a un futuro inminente–
se enmarca en una línea, diríamos, neoclásica. Así, en El buen pastor (The Good Shepherd, 2006) De Niro, en aras
de una narración traslúcida, prefiere desaparecer tras la cámara,
no deja entrever muecas autorales ni atiende a una voluntad de estilo.
Parafraseando a Andre Bazin, su cine se construye sobre la idea de la transparencia, donde las imágenes sostienen una vocación “ontológica”
que le permitan reproducir un mundo continuo y realista, acaso
hiper. Su puesta en escena se edifica sobre una pasmosa confianza en
la imagen, en la elocuencia del encuadre, en un poderoso sentido del
relato tradicional. Incluso su sentido de la Historia no es superlativo,
más bien la entiende como un flujo de historias pequeñas que forjan
una realidad mayor. De Niro, por tanto, prefiere decirnos las cosas
en voz baja, casi susurrando, aunque nos esté hablando de cosas importantes,
y pese a que su discurso responda a las mismas inquietudes de su opera
prima, Una historia del Bronx (A Bronx Tale, 1993), imagen especular del título que nos ocupa.
Por ende, El buen pastor, es más el retrato de una personalidad destructiva
en su hieratismo, vampirizadora en su menudez, que la reconstrucción
precisa y fidedigna de una época (que también). Como en el cine
clásico, los acontecimientos históricos son entendidos como catalizadores
de la existencia de su protagonista, se transmutan en variables que
afectan a la evolución (¿para mal?) de Edward Wilson (Matt Damon),
un joven captado por los servicios de inteligencia de Estados Unidos
durante su periplo universitario, y que se convirtió en uno de los
pesos pesados del contraespionaje norteamericano durante varias décadas.
Ya afirmamos antes que la Historia se cimienta en base a historias,
y en esta ocasión, el devenir histórico de la CIA va de la mano de
la impasible figura de Wilson, de su progresiva deshumanización e incipiente
paranoia, del desprecio hacia sus seres queridos, en definitiva, de
su negativa a ver en sí mismo la semilla de una figura paterna débil.
Como en Una historia del Bronx, los hijos se rebelan contra el
modelo paterno. No obstante, como lacónico film de espías, El buen
pastor no es ajeno a conflictos internacionales ni a vaivenes sociopolíticos,
aunque lo asuma desde una visión soterrada, casi fuera de campo. Y
ese esqueleto genérico da pie a un largometraje construido sobre eufemismos
y metonimias, con su propia y elaborada criptografía, pero que lejos
de adscribirse a una moda retro, se atreve a articular un discurso
denso y moderadamente subversivo. De hecho, El buen pastor se
encarga de derribar de forma sibilina la red de estructuras tradicionales
que apuntalan el modelo de vida norteamericano, poniendo en entredicho
la familia –entendida aquí como formulismo social, como frágil fachada–,
la religión –o la ausencia de ella; El buen pastor puede considerarse
casi una película blasfema: CIA=Dios–, o el trabajo –ente ominoso
que absorbe al individuo negando los dos valores anteriores. A fin de
cuentas, los Estados Unidos que representa Robert de Niro son una mera
entelequia, un país sin pasado, sin valores, que se sustenta sobre
el materialismo y la ambición desmesurada, solapado bajo un nebuloso
sentimiento patriótico, proyectando su esencia en el propio protagonista.
El buen
pastor podría formar perfectamente parte de una doble sesión de
cine junto a Algunos días en Septiembre
(Quelques jours en septembre, Santiago Amigorena, 2006), para
así descubrir como dos cinematografías distintas construyen a su manera
ficciones sobre espionaje. Sin embargo, aunque una parta de grandes
acontecimientos para perfilar a sujetos individuales, y la otra tome
como referencia acciones mundanas o directamente insulsas para abarcar
reflexiones globalizadoras, ambos discursos gravitan sobre un mismo
eje: las amargas relaciones entre los padres y sus hijos.
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