Amargo sabor a clásico en el Berlín de posguerra

Por Alicia Albares

Resucitar un género sin adaptarlo lo más mínimo al lenguaje actual, manteniendo, formal y conceptualmente, todas las constantes propias de aquellas pioneras que le dieron fama, puede convertirse en todo un reto para un cineasta arriesgado... Resulta difícil conseguir que el espectador simpatice sin recurrir a la nostalgia como reclamo y garantía. Steven Soderbergh, director que supo despuntar ofreciendo filmes originales (como la elogiada Traffic) o contentar con películas comerciales (como la saga de Ocean´s Eleven), podría muy bien dar el tipo en empresa semejante: es un creador personal pero también consciente de la necesidad de llegar al gran público, capaz de manejar con habilidad sus propios descubrimientos, pero sin renunciar a las fórmulas que otros inauguraron y que demostraron ser más que eficaces. Por tanto y desde este punto de vista, que Soderbergh encabece este último proyecto que emprende la productora que comparte con el protagonista del filme, George Clooney, podría parecer sinónimo de éxito. No obstante, no todo lo esperado sucede... y entonces vienen las grandes decepciones.

Enmarcada en el Berlín de la inmediata posguerra, cuando aún no se habían negociado los términos de la paz y todo parecía estar envuelto en un ambiente de regocijo y esperanza, surge una historia como las de antes. Una historia de amores, traiciones, secretos, mentiras... una historia que, queriendo desprender aromas clásicos, acaba por calcar el argumento de muchas otras grandísimas antecesoras, sin llegar a alcanzar, ni mucho menos, su categoría. Ingredientes no le faltan a su trama compleja y sin fisuras, conducida por un guión sólido, donde ninguna conversación se malgasta ni ninguna secuencia parece sobrar. Sin embargo, todo sabe a rancio, todo suena a ya visto. No hay profundidad en los personajes ni fuerza en sus motivaciones. No hay épica en el motor de la acción: Soderbergh se ha limitado a repetir el esquema, sin poner ningún esfuerzo en renovar el género, en aportar su visión, en emplear, con la mirada actual, las herramientas de entonces. Y el resultado, tedioso y eterno, enfangado en su atmósfera enrarecida de un pasado que no puede volver, no consigue implicar a un público que, falto de toda empatía, no es capaz de ni de sentir añoranza.

Son muchos los logros que engatusan, desde fuera, al cinéfilo: cuidadísima puesta en escena, que resulta creíble pero al mismo tiempo no renuncia a la belleza; exquisito vestuario... y un trabajo con la luz que logra realzar volúmenes y construir el suspense a golpe de oscuridades y rendijas, en un blanco y negro que ensalza y otorga presencia a los personajes, diluyendo, aunque no borrando, su decepcionante convencionalismo. Cualidades técnicas ciertamente malgastadas, al servicio de un conjunto carente de fuerza cinematográfica.

Atrapados en esa red de forzado y ajado regusto, los actores defienden con valor a sus personajes, tratando de encontrar espacio para una creatividad imposible en este contexto tan limitado: un correcto George Clooney, personificando, a su manera, el arquetipo de Bogart (y saliendo mal parado en la inevitable comparación), un escaso Tobey Maguire (aparece poco y se espera más de su personaje) y, siguiendo los pasos de la Bacall de Tener o no tener, una bellísima Cate Blanchett (sin duda, lo mejor del filme).

Y es que, si hay algo que define a esta película y que consigue desmerecerla, es su pretendida grandilocuencia: no se puede construir un gran filme con las piezas robadas de obras que han calado hondo en el inconsciente colectivo, porque sólo hay unos clásicos y nacieron en una época que ya no volverá. Casablanca será siempre Casablanca... y ya nadie podrá emularla, ni tan siquiera rendirle homenaje como se merece.

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