Imperio del (des)concierto
Por
Ana Rodríguez García
A David Lynch
le encanta jugar al desconcierto más absoluto. Tanto es así que esta
sensación se ha convertido en su impronta característica desde los
orígenes de su producción fílmica. No es raro ver cómo en las proyecciones
de sus películas los espectadores se revuelven en sus asientos, inquietos
por descifrar un código simbólico que generalmente termina por escapar
al entendimiento de la mayoría. La aparente ausencia de sentido en
el argumento de Inland Empire
provocará seguramente la carcajada nerviosa del público en algunos
momentos, dominados por imágenes de un surrealismo a menudo hilarante.
Pero tampoco resultará extraño escuchar algún que otro ronquido,
fruto de la excesiva duración de la película. Tres horas de metraje
son demasiadas, incluso para sus incondicionales.
La simbología
subyacente en la particular iconografía de este autor nos remite una
y otra vez a su propia obra. Y es que este ególatra inconfeso no cesa
de autohomenajearse.
Detrás de
las cortinas rojas que en "Twin Peaks" dan acceso al agente Cooper
directamente a sus ensoñaciones visionarias se ocultan los mismos elementos
oscuros, borrosos, que atormentan la mente del psicótico Fred Madison
en Carretera Perdida (Lost Highway). También en Inland
Empire aparecen, y no de forma gratuita. Iluminación forzadamente
dramática, luces que focalizan la escena dándole aspecto de un escenario
teatral, códigos de colores (rosa, azul, rojo), personajes deformados
como esperpentos, incapaces de reconocerse a sí mismos o a los que
los rodean. Nada es gratuito para David Lynch, cada elemento sugiere
algo, por absurdo o aleatorio que pueda parecer, se corresponde con
un espacio cuidadosamente planificado en el guión para la consecución
de su propósito: jugar al desconcierto mejor orquestado.
Hollywood es
otro de sus recurrentes telones de fondo, lugar mítico que se nutre
de rumores que circulan de boca en boca. Hollywood, dorada meca del
cine, “where dreams make stars and stars make dreams”. Sueños
que a lo largo de la narración degeneran en pesadillas claustrofóbicas.
Al menos para una permanentemente boquiabierta Laura Dern, que si en
Corazón Salvaje (Wild at Heart) hacía las veces de Dorothy
en una peculiar road movie hacia Oz, aquí interpreta a una alienada
Alicia que atraviesa puertas que la conducen, si no al país de las
maravillas, a través de diferentes lugares, momentos o planos de realidad.
Uno de ellos es el remake de una película inacabada que el personaje
de Jeremy Irons, el director Kingsley Steward, está empeñado en realizar
con la estrella de cine Nikki Grace como protagonista, personaje que
encarna una espléndida Laura Dern.
Aquella película
maldita, titulada Inland Empire, estaba basada en un cuento gitano-polaco,
una historia de celos enfermizos, de maridos enloquecidos por la (in)fidelidad
de sus esposas (recurrente también en su obra el poder destructivo
de la sexualidad femenina). Este cuento sirve a su vez como plataforma
para una de las otras dimensiones de realidad simultáneas de las que
antes hablábamos, con sucesivos saltos espaciotemporales en los que
intervienen todos los personajes.
Lynch se recrea
en la utilización de éstos y otros símbolos que conforman uno de
los universos narrativos más reconocibles del cine contemporáneo para,
basándose en el código interpretativo más clásico del lenguaje cinematográfico,
conducir al espectador a su antojo por una trama que se escapa de la
lógica convencional. Le confunde hasta que éste tira la toalla y se
rinde sin concesiones ante el maestro de la manipulación.
Sin embargo,
sus trucos de ilusionista para recrear los laberínticos entresijos
de la oscura mente humana que tanto lo obsesionan ya no resultan tan
efectivos como lo fueron antaño, en Carretera Perdida
o en la reciente Mullholland Drive de manera aún más provocadora
si cabe. Es en este último filme donde la trama desaparece de forma
más abrupta y se hace perceptible a qué juega el realizador, más
interesado aquí por la forma de lo que cuenta que por lo que realmente
ocurre en la pantalla.
Mención especial
merece la fabulosa e inquietante aparición de Grace Zabriskie (inolvidable
como madre de la malograda Laura Palmer) en la secuencia inicial, cuya
mirada contribuye a acrecentar la sensación de opaco extrañamiento
que caracteriza la película desde los primeros fotogramas.
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