Un ejemplo para su raza
Por
Manuel Ortega
Se sale de Scoop como
se sale de ver a un familiar al que queremos y que visitamos a lo sumo
una vez al año por las navidades. Sabemos que se nos hace mayor, que
conserva en vinagre su sagacidad, pero su piel se arruga y su reloj
va más deprisa. Pero carpe diem amigos que Woody Allen sigue
siendo un ejemplo para su raza: la de los cineastas jóvenes e inteligentes
que aportan su tonelada de cal al cada vez más anquilosado, previsible
y anciano séptimo arte. Scoop no es su mejor película pero
si es de lo mejor que se ha estrenado en este bendito país en este
último maldito año. O viceversa.
Scoop empieza dando
el primer quiebro inesperado a lo habitual. En un guiño autoral se
nos presenta una reunión de amigos en un bar que cuentan anécdotas
de uno que ya no está. Parece que Broadway Danny Rose
toma gravedad al mismo tiempo que Celebrity se torna en tragedia.
Pero sólo es un prefacio funcional para que nos vayamos a un Recuerdos
pasados por la turmix de la modestia, la autocrítica, la intrascendencia
de trascender y el color. Porque Scoop es el color donde las otras
necesitaban grises y sus tonalidades, es el canto de sirena que
avisa de que viene la ambulancia o la policía. Porque la muerte y el
crimen vertebran esta película convirtiéndose en el positivo o en
el negativo (no entiendo ni de fotografía ni de simplificaciones maniqueas)
de la aclamada y pelín sobrevalorada anterior película del genio neoyorquino,
cfr Match Point. Yo es que soy más del Allen que revisita Annie
Hall (quiero decir Todo lo demás) que el que lo hace con
Delitos y faltas (quizá también yo quiera seguir siendo joven y gracioso).
Ustedes perdonen.
Pero el funcionario judío
que escapaba de un pueblo que lo odiaba a lomos de un circo, sigue siendo
mago. Un charlatán de feria, un engañalistos que sabe que la palabra
lo ha llevado a ser lo que es y que su caja de trucos de magia es mucho
más potente de lo que siempre nos ha dicho. Porque aunque él se vista
de charlatán domina la imagen como pocos. De ahí sale Joe Strombell
para que la narrativa fluya de la imaginación que fluye de la lírica.
Estamos entre lo que separa a la vida de la muerte, lo que está entre
una y otra. Woody Allen, el cine, una caja de trucos de magia. Y en
lugar de un conejo sale una primicia que pone en marcha la maquinaria.
Y como en sus últimas comedias,
el argumento va perdiendo fuelle, las interpretaciones se van haciendo
cansinas, el guión nos descubre algún agujero. Pero esa escena en
el lago está rodada con la marca que distingue a los grandes cineastas:
elegancia, sutileza, rigor y contundencia. Todo mezclado con un giro
menos afortunado que en la anterior (la del tenista malo), con menos
sentido, con menos trompetas y tambores. Pero es lo que diferencia a
la comedia de la tragedia, a Melinda de Melinda, a los principios explosivos
de la sonrisa (Granujas de medio pelo y su magnífica primera
parte sería el ejemplo) de los finales que nos matan para que sigamos
vivos. La tragedia es comedia más tiempo…más que nunca.
Woody Allen sigue vivo, es
un ejemplo para su raza y el año que viene iré a verle otra vez como
se ve a una familiar que sólo puedes visitar en noviembre o así.
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