Sam “Feuillade”
Por
Roberto Alcover
Pese a la
oficial defunción hace ya unos cuantos lustros de las productoras de
serie B, la pujanza de los direct-to-video de la década de los
’80, o de las múltiples producciones que terminan lanzándose hoy
en día al vasto mercado del dvd, las salas de cine/productoras no han
permanecido ajenas a la proyección/financiación de títulos que disfrazan
sus múltiples carencias artísticas con elevados presupuestos. Ejemplos
hay muchos, aunque quizás podríamos citar al más famoso: ese delirio
pulp enfundado en carcasa de diamantes que se marcó George Lucas
con su trilogía-precuela de su saga galáctica, todo un derroche de
medios y de economía al servicio de una gran nada cinematográfica,
y cuya vigencia a nivel artístico se ha demostrado nula. Con la afirmación
anterior no se pretende catalogar a Spiderman 3 (Sam Raimi, 2007)
como una película de serie B con presupuesto de A, aunque haya momentos
en los que se merezca tal etiqueta. De hecho, si tuviéramos que ajustar
nuestra puntería, Spiderman 3 podría considerarse una pieza
más –y acaso la más significativa- de lo que en el fondo Columbia,
por medio del amigo Raimi, nos lleva vendiendo desde hace ya cinco años:
el serial más caro de la historia del cine; una sucesión de
entregas en la que, como si fuera una versión ditirámbica y fantasiosa
de Dawson Crece (¡ups!), se nos narran las desventuras de un
triángulo amoroso -ahora ya cuarteto- todavía anclado en una adolescencia
que esta tercera pieza pretende en su epílogo dinamitar.
Ese aroma
a serial (¿a cómic?) no sólo se evidencia desde los títulos de créditos
iniciales, jalonados por la aparición de breves flashes de los
films anteriores con el fin de ensamblar memorias, sino que todos los
acontecimientos que afloran estrechan lazos emocionales con sucesos
previos, negándole a esta entrega una autonomía de la que sí gozaba
–tampoco mucho pero algo más- su segunda parte. Por otro lado, conviene
destacar dentro de este gran pastiche el pomposo combate final, que
renuncia al memorable sabor operístico del de Spiderman 2 (2004),
y lo intercambia por una grandilocuencia sin reservas que se asemeja
por su falta de vergüenza a alguna “monster smash” de aquellos
decadentes títulos de la factoría de monstruos de la Universal. No
obstante, es preciso recalcar que pese al circo de tres pistas montado
para la ocasión, la saga sigue manteniendo ese regusto a película
de personajes, aunque para los grandes estudios el sentido de la superación
vuelva a manifestarse en la aglomeración de efectos digitales, de monstruos
y de vicisitudes personales.
Spiderman
(2002) era un sencillo largometraje seminal que venía a esclarecer
la génesis del superhéroe arácnido a la par que mostraba el proceso
de aprendizaje ante la vida de un apocado e ingenuo adolescente.
Spiderman 2 nos desvelaba cuáles son los sentimientos de aquellos
que observan como nadie valora su trabajo diario. De algún modo, lo
que esta sorprendente secuela venía a contarnos era que quienes levantan
un país no son los Almodóvares, los Zapateros, o los Casillas, sino
millones de currantes anónimos cuya labor pasa totalmente desapercibida
para los grandes medios: un ajuste de cuentas evidenciado en ese clímax
donde, tras perder su máscara, su anonimato, se descubre que el héroe
no es más que un muchacho cualquiera. Spiderman 3 quiere ir
un paso más allá para decirnos, en clave superheroica, que esos currantes
que comienzan a recoger elogios pueden terminar inmersos en un microcosmos
tan egotista que les haga olvidar quiénes son y cuál es el propósito
de su misión. Por tanto, podría decirse que si Spiderman 2
es una película proletaria, Spiderman 3 es un film burgués,
lo que se hace patente no sólo en la situación emocional de su protagonista,
sino también en la manera acomodada, “facilona”, con la que Raimi
ha encarado la dirección del film. La nueva entrega se convierte entonces
en una suerte de cara B (¿cara oscura?) de la segunda parte, reciclando
material y situaciones, pero subvirtiéndolas, dándoles la vuelta,
repitiendo estructuras y digresiones humorísticas. Así, la situación
de Sam Raimi podría considerarse equivalente a la de Peter Parker/Spidey,
convertido ya en icono pop, mediatizado por el ente público
y endiosado por sus fans, consciente de su estatus y vegetando
en una burbuja psicológica que lo aísla de los conflictos personales
del exterior. Por tanto, la aparición del simbionte actúa a modo de
proyección de la nueva personalidad arrogante de Peter –alimentada
también por ciertos reveses que acontecen durante el largometraje-,
lo que da lugar a una muy elemental lectura psicoanalítica: Peter,
gracias al simbionte, despierta su personalidad reprimida (su Ello),
para terminar luchando contra ella y desplazándola al exterior en la
monstruosidad del archiconocido Venom, que se convierte en su otro
Yo, en su antítesis materializada en la figura del fotógrafo -como
él- rival, Eddie Brock.
Siguiendo
el modelo de su predecesora, Spiderman 3 no quiere quebrantar
ese frágil equilibrio entre la acción y el desarrollo de sus personajes,
aunque sea a costa de reducir a los villanos –en esta ocasión, el
Nuevo Duende Verde (Harry Osborn), el Hombre de Arena y Venom- al papel
de comparsa dentro de un universo que pertenece en exclusiva a la dualidad
Parker/Spiderman, una armonía endeble pero necesaria para una saga
que siempre se ha vanagloriado de abarcar ambos frentes. Y así avanza
Spiderman 3, a veces segura de sí misma, a veces por el mar de
la ortodoxia, del formulismo, legándonos un resultado desigual; por
un lado, la sensación de agotamiento (no sólo formal), y por otro
la necesidad para el espectador por saber, por conocer, cual será el
siguiente capítulo de este lujoso serial, cuya (por ahora) última
entrega apenas nos obsequia con una escena para el recuerdo: la génesis,
poética a la par que trágica, de un personaje tan desaprovechado como
el Hombre de Arena.
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