The Ward: Un espejo que se rompe mientras bailamos con nuestros fantasmas
Sitges asiste al esperado regreso de John Carpenter a la gran pantalla después de casi diez años
José David Cáceres
El regreso esperado de
John Carpenter a la gran pantalla después de casi diez años ha permitido
evaluar de nuevo el alto significado del cine del director de La
cosa (1982), demostrando una vez más que es uno de los directores
más iconoclastas y audaces simplemente contando una historia (de fantasmas)
de lo más convencional mediante una admirable narrativa cinematográfica.
Claro había quedado
en su monumental Cigarrete Burns (2005), episodio para la
reivindicable serie televisiva urdida por Mick Garris Masters of
Horror (2005-2006), que Carpenter, apartado, muy a su pesar, de
la industria y sin dirigir desde principios de siglo (nota al margen:
nunca dejaré de redescubrir, y sorprenderme por lo que no supe apreciar
al principio, la genialidad de Fantasmas de Marte, Ghosts
of Mars, 2001), estaba en plena forma sin importar demasiado el
soporte en el que se moviese. Algo que, por el contrario, si parecía
una desventaja en su siguiente aportación a la serie de Garris: la
entretenida pero algo discreta Pro-Life (2006). Precisamente
estos dos trabajos junto con The Ward conforman una curiosa,
extraña guía de viaje sobre John Carpenter. En esta forzada trilogía,
The Ward es su película más personal, mientras que Pro-Life
resultaría la más identificable en líneas generales con sus dominios
habituales, y por último Cigarrete Burns
la más redonda de las tres gracias a una muy potente historia y, naturalmente,
al prodigioso trabajo del realizador de Nueva York.
A la vista de los datos,
no muchos, sobre la producción de The Ward, esta apunta hacia
un proyecto bien cerrado, rápido de filmar y fácil de distribuir,
que invita a pensar que podría tener un perfil bajo hasta que surgió
la posibilidad de contratar como director a Carpenter, el cual, por
cierto, venía sonando durante bastante tiempo en relación a varias
películas que de momento no han visto la luz (una de los más atractivas,
L.A. Gothic, vuelve a estar anunciada como su siguiente film: ¿nos
lo creemos?). En este contexto, Carpenter, sin duda encantado de volver
a trabajar, pudo haber aceptado a pesar de no ser una de sus primeras
opciones, incluso económicamente: poco antes de confirmarse este trabajo,
se hablaba de un proyecto muy sugerente, Riot, protagonizado
y producido por Nicholas Cage, del que no se tienen noticias nuevas
(la iMDB lo marca con su críptico, para la gente de a pie que no tenemos
la versión Pro, "In Development"). Ocurriese así o no exactamente,
la verdad y realmente importante es que el entusiasmo, detalle y cariño
con el que está rodada y contada The Ward a partir de un guión
tan poco interesante y cargado de algunos de los lugares más comunes
del subgénero, invita a pensar en las enormes ganas con las que Carpenter
ha vuelto a dirigir para el cine, sorteando las limitaciones con las
que se ha podido encontrar con uno de sus mejores activos, que le viene
definiendo desde sus comienzos: convertir material de derribo en un
excelente entretenimiento, es decir hacer cine de calidad con las herramientas
disponibles y volcando toda su personalidad, carácter y talento.
The Ward es en
este sentido (y en todos los derivados) una auténtica colección de
hallazgos, ideas, lecciones. Y lo es desde los mismos créditos iniciales,
los cuales se suceden mientras se rompe en mil pedazos un espejo (y
suena un tema que recuerda a la música del director, pero, sorpresa,
aquellos dicen estar escrito, como toda la banda sonora, por el compositor
Mark Kilian), y de la modélica resolución visual (ejemplar uso de
la pantalla ancha) de la primera escena de presentación de la protagonista.
Lo mismo se puede decir del aprovechamiento espacial de las apariciones
del fantasma y de los asesinatos, que sobresaltan tanto por la canónica
planificación como por su enérgica formulación, haciéndose paulatinamente
más lacerantes, mórbidos y violentos en sintonía con la narrativa
interna y la hostilidad del sanatorio mental donde se desarrollado el
relato. La escritura del film supera sus remarcados contornos en los
pasajes más descriptivos (de lugares, cosas y personas) que detienen
momentáneamente la acción: los movimientos de cámara que muestran
el pasillo de la galería (ward) donde conviven las atractivas
jóvenes, los numerosos planos que se cierran alrededor de los rostros
hoscos de la enfermera jefe y el celador, los reiterativos y maniáticos
flirteos de una de ellas con este último, la atmósfera de extrañamiento
que se apodera de las sesiones con el médico ya sea en su despacho
o en el salón de recreo... Así llegamos a los dos momentos clave que
mejor concentran la esencia de la película y de su exultante personalidad:
la memorable escena del baile a la cual se van sumando ordenadamente
cada una de las mujeres, exceptuando la protagonista a la que la cámara
se acerca con suavidad y complicidad hasta que se dibuja en su hermosa
cara una aún más bonita y agradable sonrisa: es un instante muy íntimo
de auténtica felicidad; el contundente desenlace, expuesto con tal
naturalidad y limpieza que se aprecia rápidamente que la intención
final no es tanto impactar (porque aunque de alguna manera lo consigue,
tampoco es la primera vez que se ve algo igual o parecido) como intensificar
todo lo visto (y contado) hasta el momento, evidenciando el rigor dramático
que lo sustenta y sobre todo su propósito sanamente catártico.
Comparte este texto: