Por
Manuel Ortega
Me resulta excesivamente fácil teorizar sobre
el lamentable estado del cine español contemporáneo tomando
como ejemplo un subproducto tan tristemente significativo como
el que tenemos ante nuestros ojos. Un cine autocomplaciente
que mira directamente a las taquillas ofreciéndole al público
lo que en apariencia necesita o desea, todo con un tufillo paródico
y autorreferencial de base indigna, anclada en la comodidad
que da la existencia de plataformas digitales, un desprendido
ministerio de cultura (con el dinero de todos, claro) y unas
comunidades ávidas de un perenne protagonismo en la carrera
hacia la Moncloa o hacia la oposición inconformista y deformada
de socialistas, vascos y catalanes.
Además
también resulta sencillo saber el porqué de la existencia de
este Vivancos 3 que aunque se esfuerce en separarse de
Torrente mediante declaraciones concluyentes o chistes
fáciles (Wyoming camino de convertirse en el "Verano Azul"
de los humoristas patrios) es tan torpemente falsario que utiliza
el número que utiliza habiendo tantos y tan bonitos en el reino
de Pitágoras. ¿Por qué ocultar que se ha fumado si tienen el
cenicero lleno de colillas?
Vivancos 3 es un intento de hacer un
ácido caldo de puchero con los huesos de la gallina de los huevos
de oro y quedarse en un indigestible menjunje donde flotan sospechosos
trozos de la caspa más indisoluble de nuestra cinematografía.
Hablar de Berlanga, del esperpento o de lo carpetovetónico sería
ilusorio, fantasioso o rematadamente engañoso. Cuando la inteligencia
se convierte en su zafio, demacrado y descremado trasunto, nacen
obras como ésta al albur del mercantilismo más trasnochando.
Lo que se le ha criticado con furibunda pasión a Mariano Ozores
toda la vida, se convierte ahora en una simpática e irónica
visión (¿esperpéntica? ¿carpetovetónica? ¿berlanguiana?) de
la España cutre arrogante aznariana realizado con el rigor de
un mono borracho (¿en el ojo del tigre?) y con la lucidez discursiva
de un tartamudo en un contestador. Son los mismos con los mismos
collares pero con más amigos dentro de la crítica sensacionalista
de nuestro desmochados medios.
Inteligencia e ironía siempre han ido unidas
indisolublemente, convirtiéndose en dos proposiciones subordinadas
donde si falta la principal, la segunda no tiene ni razón de
ser ni sentido. Y ni puta gracia, me atrevería a decir. Por
otra parte existe la falta de lo que comúnmente denominamos
como guión (por favor que a nadie se le ocurra ni por un momento
pensar en Godard, Rohmer u otros que trabajan sin uno físico)
dedicándose simplemente en ir hilando uno tras otro una retahílas
de chistes que no se pillan (ahora no vayan a pensar en los
Monty Python) y de "gags" cuya puesta en escena haría palidecer
a cualquier estudiante de dirección (piensen ahora en los "sketches"
del programa de José Luis Moreno). Quizá como serie de televisión
puede funcionar y tener su aquel, pero como película naufraga
en todos los lugares comunes que Santiago Segura ya se encargo
de sacralizar para los restos.
Y los restos son esto, un intento descarado
de seguir metiendo el dedo en la llaga de un cine español que
la chochez de los viejos creadores, la autosuficiencia injustificada
de los consagradísimos y la ineptitud cobardica de los debutantes
se están encargando de gangrenar.
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