Por
David Montero
No es difícil adivinar porque F. W. Murnau
se obsesionó de una forma tan completa con la figura de
Drácula. El Conde rumano suponía la encarnación
en un sólo personaje de gran parte de los postulados que
propugnaba el movimiento expresionista sobre la esencia humana.
Drácula era un ser horrendo y fascinante al mismo tiempo;
fragil y poderoso, capaz de cometer actos de bárbara crueldad,
pero movido por el más noble de los sentimientos.
El
cineasta alemán debió pensar que había encontrado
oro, que tenía entre las manos la posibilidad de crear
una obra inmortal. Por eso, cuando los herederos de Bram Stoker
le negaron el permiso para rodar su película no se desanimó.
Bastaba con cambiar algunos nombres sin alterar la historia. Sabía
que iba a tener problemas, pero lo principal era realizar el filme.
Para ello contrató a Max Schreck, un actor de aspecto atípico,
habitual del cine de la época.
Poco después del estreno de Nosferatu,
la viuda de Stoker demandó a Murnau y muchas copias del
filme fueron destruidas. Los productores perdieron grandes cantidades
de dinero, pero a esas alturas el realizador alemán ya
estaba lo suficientemente satisfecho con el resultado de su obra
para observar todo el proceso con una tranquila indiferencia.
Han pasado setenta años de esa historia
y la predicción de Murnau se cumplió. Nosferatu
es hoy día un clásico, una obra de culto, y el Conde
Orlock uno de los personajes más fascinantes dentro de
la historia del cine, donde ha ganado una calidad de icono indiscutible.
Es precisamente esa fascinación la que ha llevado a E.
Elias Merhige a rodar La sombra del vampiro, un filme que
convierte en materia de ficción el rodaje de Nosferatu
en 1921.
La película se basa sobre todo en la figura
de Max Schreck (Máximo Espectro, en castellano). La apuesta
de Merhige consiste en transformar al actor alemán en un
vampiro auténtico, un no-muerto con el que Murnau hizo
un sangriento pacto que le permitiera rodar la película
más fascinante jamas vista. Una historia que pretende entreverar
ficción y realidad de manera algo torpe como premisa para
crear una película de terror interesante y poco más;
un filme que esconde una reflexión bastante kitsch acerca
de los límites morales de la creación artística.
En el lado positivo de la balanza conviene destacar
el buen trabajo de escenografía así como las interpretaciones
de los actores. La recreación de los escenarios donde se
rodó Nosferatu en los años 20 proporciona
el marco perfecto para el lucimiento de Willem Dafoe. Su caracterización
como Max Schreck es impecable y devuelve a la primera plana de
Hollywood a un buen actor que parecía desaparecido en combate
durante los últimos tiempos. Frente a él, en el
papel de Murnau, destaca la correcta interpretación de
John Malkovich que, en esta ocasión, acepta sin problemas
mantenerse en segundo plano.
Por lo demás, Merhige ha creado una película
que puede resultar de algún interés pero que le
deja a uno la sensación de que con una historia como ésta
entre las manos el resultado podía haber sido muy distinto.
Es el problema cuando uno se atreve a tocar, aun cuando sea de
forma colateral, una obra maestra. Es fácil quemarse los
dedos.
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