Por Alejandro del Pino
Reivindicar una vieja
locomotora como un valor patrimonial que no se puede poner a
la venta es un ejemplo representativo de los pequeños
focos de resistencia de ámbito local desde los que se
pueden abrir brechas en el muro aparentemente infranqueable
del capitalismo global. Pero lo más llamativo desde un
punto de vista simbólico de la lucha que emprenden los
tres viejos protagonistas de El último tren (interpretados
por los argentinos Héctor Alterio, Federico Luppi y José
Soriano) es el objetivo final de su acción: evitar que
trasladen la locomotora a los EE.UU, donde sería utilizada
como atrezzo de una superproducción hollywoodiense.
Por ello, podemos decir que la opera prima de Diego Arsuaga,
describe una lucha pequeña y geográficamente localizable,
pero a su vez propone (quizás de forma inconsciente)
una curiosa lectura metalingüística: la defensa
de las filmografías pequeñas, de un modo de hacer
cine artesanal y basado en la inmediatez y la sensibilidad,
frente a la todopoderosa maquinaria fagocitadora de los Grandes
Estudios.
Galardonada
en los festivales de Montreal y Valladolid (mejor dirección
novel, mejor interpretación masculina - que obtuvieron
ex aequo los tres actores protagonistas - y el premio
del público), El último tren es una especie
de western crepuscular rodado casi en su totalidad en
escenarios naturales (los campos y montes del interior de Uruguay).
La película narra con ternura y humor la odisea subversiva
que llevan a cabo tres viejos y un niño (símbolo
esperanzador del recambio generacional) contra la irrupción
despótica de la lógica del Mercado que arrasa
con todo lo que se encuentra a su paso. Una lógica cruel
y avasalladora - que está saqueando con especial virulencia
(y a veces, con trágicas consecuencias) el patrimonio
público de los países latinoamericanos - encarnada
en El último tren por la figura de un avezado
emprendedor (Gastons Pauls, el acompañante de Ricardo
Darín en Nueve reinas) sin escrúpulos.
El itinerario suicida
de los tres viejos luchadores acaba metafóricamente en
una vía muerta, en medio de un paisaje agreste y olvidado
(imagen ilustrativa de la periferia infinita y desconocida que
rodea la lujosa ciudad global). Pero eso en la película
de Arsuaga (que ha contado con la colaboración de Fernando
León como co-guionista) no es motivo para el desaliento,
ya que es precisamente en esa vía muerta donde se produce
el contagio subversivo, el milagro de la rebelión de
los pequeños y los desheredados que espontáneamente
se enfrentan y vencen al Golliat invisible que les atenaza
y les condena de antemano a una resignación escéptica.
Una rebelión ingenua y pura, más sentimental que
intelectual, que enlaza el trabajo de Diego Arsuaga con cintas
como La estrategia del caracol o Pan y rosas.
El
último tren es un bello cuento épico
narrado en clave de comedia pero con textura de western
y puesta en escena de road movie, cuyo desarrollo narrativo,
con moraleja política incluida, le convierte en una solida
propuesta fílmica apta para muchos tipos (no todos) de
públicos. Diego Arsuaga ha realizado una película
llena de rabia y optimismo que logra mantener la tensión
gracias a un sólido guión y a un preciso trabajo
de dirección de actores.
Pero
la búsqueda de esa emoción pura y directa y la
comprensión solidaria que muestra Arsuaga por sus personajes,
arrastran con frecuencia al realizador uruguayo hacia un sentimentalismo
fácil y efectista, algo que queda reforzado por la resolución
demasiado previsible de la trama. Estamos, por tanto, ante una
propuesta fresca e intuitiva, sumamente entretenida y reconfortante,
pero carente de hondura analítica y de sutileza narrativa
y dramática. Acierta Arsuaga en la construcción
de los personajes y en la elaboración de unos diálogos
cargados de comicidad (especialmente por sus giros arcaicos),
pero resulta demasiado simple en su reflexión sobre el
poder de los medios de comunicación y en la utilización
de ciertos recursos dramáticos (la difícil vida
familiar del niño que acompaña a Luppi, el papel
de la mujer del personaje que encarna Héctor Alterio,...).
Uno de los grandes
atractivos del filme es su cartel, encabezado por tres grandes
figuras del cine argentino: Federico Luppi, Héctor Alterio
y José Soriano. Tres actores veteranos que dan una nueva
muestra de maestría interpretativa, entrando de lleno
en los personajes que encarnan y ofreciendo un trabajo convincente
y estremecedor que nos invita a acompañarles en su peculiar
aventura subversiva a bordo de una locomotora humanizada. En
este sentido es necesario mencionar también la actuación
de Gaston Pauls (como convincente malo de la película)
y la esforzada aportación del jovencísimo B. Dinard
(el niño que va con los tres viejos) que sobrelleva con
solvencia la parte más blanda de la historia.
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