Por
Alejandro del Pino
Como
en Caro Diario de Nani Moretti, hay una escena en el
primer largometraje en solitario de Alberto Rodríguez
que muestra imágenes panorámicas de varias fachadas
de edificios anónimos. Esta vez no es Roma sino Sevilla
la ciudad filmada, pero existen profundas conexiones entre ambas
miradas que pueden concebirse como testimonios elocuentes de
la experiencia urbana en un mundo globalizado. Dos miradas que
intentan despojarse de los tópicos estéticos predominantes,
al reconocer la belleza periférica y sin exotismos que
se camufla en nuestra vida cotidiana de urbanitas globalizados
y que además nos advierten de que en esa ciudad global
ocurren cosas (buenas y malas) que sabemos que pasan pero a
las que casi nunca prestamos atención.
Tras
el relativo éxito que cosechó su opera prima,
El factor Pilgrim (donde Alberto Rodríguez compartió
la dirección con Santiago Amodeo), el nuevo trabajo del
realizador sevillano tiene como protagonistas a dos personajes-límites
que sólo forman parte de las estadísticas oficiales
cuando se utilizan conceptos abstractos como inmigración
ilegal o economía sumergida. Pero al margen de la crónica
social, El traje es ante todo una comedia agridulce sobre
la amistad, un tierno cuento fílmico que narra con sensibilidad
y buen pulso dramático las peripecias cotidianas de dos
desheredados que se buscan la vida mediante trucos, timos y
pequeñas estafas. Patricio (Eugenio José Roca)
es un inmigrante guineano terco, bondadoso e ingenuo a quien
un buen día le regalan un traje que parece hecho a su
medida. Pan con queso es un pícaro contemporáneo,
interpretado magistralmente por Manuel Morón, que sobrevive
a duras penas gracias a un fino y burlón instinto de
supervivencia. Son dos extraños compañeros de
viaje que recorren las calles palpables de una Sevilla que no
aparece en los folletos turísticos, en un caótico
itinerario equiparable a la frenética huida hacia adelante
que lleva a cabo la pareja protagonista de Nueve Reinas.
El
traje es una película entretenida y ágil que
a partir de un humor comedido y una sencillez y eficacia argumental
demoledora logra que el espectador se identifique con los personajes,
comprenda sus reacciones e incluso vea con indulgencia ciertas
limitaciones en la resolución de algunas secuencias (como
el coctel en el que se cuelan los dos protagonistas o el momento
en el que María - Vanesa Cabeza - descubre la verdadera
identidad de Patricio). Alberto Rodríguez ha sabido construir
con solidez y verosimilitud unos personajes llenos de humanidad
y ternura, y ha demostrado un manejo fluido de la evolución
de la trama, aunque en ciertos momentos no consigue evitar que
el ritmo de la película decaiga. El traje contiene
además escenas de gran intensidad poética (el
león abandonado en un descampado desde el que se ve la
silueta de la ciudad, las conversaciones más intimas
entre los dos protagonistas) y otras de saludable comicidad.
Todo ello reforzado por un buen trabajo de dirección
de actores y unos diálogos tan creíbles como ingeniosos.
Se
le puede objetar al director sevillano cierta falta de riesgo
formal (estamos ante una propuesta estilística muy convencional)
y, sobre todo, una visión demasiado conformista que aborda
con un enfoque excesivamente amable y superficial problemáticas
complejas como la inmigración ilegal o el poder de las
apariencias. Quizás sea así, y desde luego el
trabajo de Alberto Rodríguez no transita el camino emprendido
por directores como Ken Loach, Fernando León de Aranoa
o Guédiguian que denuncian con tanto sentido del humor
como vigor dramático, potencialidad subversiva y coherencia
formal las consecuencias del desmantelamiento del estado del
bienestar. Alberto Rodríguez prefiere centrarse en el
lado humano de sus personajes, sin indagar demasiado en el trasfondo
social y económico en el que viven. Un opción
consciente que impide que El traje tenga la capacidad
turbadora de obras como Los lunes al sol, pero que al
menos le permite sortear la demagogia oportunista y la crítica
autocomplaciente de otras cintas recientes que han abordado
temas sociales (por ejemplo, Poniente).
El
debutante Eugenio José Roca, que da vida al inmigrante
africano Patricio, ofrece una actuación matizada y verosímil,
demostrando capacidad para adaptarse a distintos registros interpretativos
y un elegante sentido de la contención dramática.
Por su parte, Manuel Morón (el padre de El Bola),
que encarna al pícaro de buen corazón Pan con
queso, ha realizado un excelente trabajo que brilla especialmente
en las escenas de trapicheos por las calles de Sevilla o cuando
ejerce de anfitrión en un fascinante hotel en ruinas
que ha convertido en su hogar. No podemos dejar de mencionar
las intervenciones de Mulie Jarjú (el protagonista de
Las Cartas de Alou) y de la joven Vanesa Cabeza (conocida
por su participación en series televisivas como Nada
es para siempre), así como el cuidado trabajo de
fotografía de Alex Catalán y la vitalista y ecléctica
banda sonora firmada por el grupo Lavadora.
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