Por Carlos
Leal
Lo primero que hay que decir de Ang Lee es que
es probablemente el realizador oriental que mejor sabe conectar
con el público de occidente. Ya ocurría así
con sus primeras comedias, rodadas en chino, que consiguieron
una notable repercusión internacional: Pushing Hands,
El banquete de bodas y Comer, beber, amar. Además,
cabe añadirle el mérito de haber mantenido una trayectoria
coherente cuando el éxito de sus películas le condujo
a los grandes presupuestos de Hollywood; si interesante fue su
adaptación de Henry James en Sentido y sensibilidad,
aún más logrado está si cabe el análisis
de la revolución sexual de los 60 reflejado en La tormenta
de hielo.
Quizá fuera por eso por lo que el anuncio
de que volvería a China para rodar en mandarín una
historia fantástica de artes marciales levantó todo
tipo de especulaciones. Casi un año después, Ang
Lee ha satisfecho todas las expectativas con Tigre y dragón,
una más que apreciable superproducción en la que
hábilmente combina los códigos genéricos
de las películas de artes marciales de Hong Kong con una
bella historia de amor y un fascinante viaje a las tradiciones
de la antigua China.
La
trama de la película, parcialmente basada en la novela
homónima escrita por Wang Du Lu en 1931, no es en el fondo
más que una clásica e intemporal historia de amor
imposible entre dos amantes separados por el deber. Li Mu Bai
es un monje guerrero que desea abandonar las armas, por lo que
pide a su vieja amiga Shu Lien que lleve su poderosa espada como
regalo a Sir Te. Cuando ésta es robada, Li Mu Bai comprende
que es imposible evitar su destino.
Para esta historia épica, Ang Lee ha contado
con un reparto formado por estrellas locales como Chow Yun Fat
y Michelle Yeoh, ambos experimentados en el cine de acción,
a las que da perfectamente la réplica la joven Zhang Ziyi;
en contra de lo habitual en el cine de atres marciales, en Tigre
y dragón los personajes femeninos tienen una trascendencia
vital y a partir de cierto punto acaparan casi todo el protagonismo.
De todos sus actores, Lee consigue una interpretación intensa
y realista en el plano sentimental, además de unas más
que brillantes escenas de lucha.
Éstas suponen sin duda la parte más
espectacular de la película. Coreografiadas, nunca mejor
dicho, por el maestro Yen Wo-Ping -autor, entre otras, de las
luchas de The Matrix-, en ellas Ang Lee deja fluir de un
modo totalmente lúdico su talento cinematográfico,
dando lugar a unas escenas prodigiosas desde el punto de vista
visual (especialmente brillantes son la persecución por
los tejados de Pekín que abre la acción y la pelea
en las copas de los árboles). Más allá de
su importancia en el avance de la trama, en Tigre y dragón
las escenas de lucha se autojustifican como los production
numbers en un musical; el espectador asume que cada cierto
tiempo debe aparecer una.
De lo único que cabría acusar a
la última película de Ang Lee es de que, al menos
para los espectadores occidentales, la cadencia narrativa puede
resultar demasiado parsimoniosa. Sin embargo, esta morosidad también
ayuda a asimilar el trasfondo ético propuesto por este
cuento de hadas con moraleja de amplio calado, que Ang Lee ha
llevado a la pantalla para el disfrute de millones de espectadores.
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