Por David
Montero
El Coronel Dax se desespera. Con
vital terquedad atraviesa lujosos salones, realiza diligencias
a deshoras, solicita entrevistas y se indigna ante sus superiores.
Sus esfuerzos resultan inútiles, los inocentes son fusilados.
El recluta patoso tambien era inocente y se voló los sesos,
demente ante tanta humillación, ansioso por encontrar una
salida, un pequeño resquicio en el implacable sistema militar
que lo anula, convenciéndolo finalmente de que su vida
vale menos que bala que acabará gastando en ella. "Vais
a morir, conejos", es el grito que recibe a los nuevos reclutas
en los frios cuarteles de San Sebastián, cuando aún
no ha muerto Franco, cuando la mili seguía siendo un rosario
de humillaciones, una lenta rutina del miedo, una espera suspendida
a con la esperanza de recuperar una existencia normal.
Las
posturas antibelicistas de Kubrick o el relato de vejaciones militares
que realizó en su día Antonio Muñoz Molina
son dos buenos ejemplos de cómo la estructura militar elimina
cualquier vestigio de personalidad, forzando al individuo a un
discurso del deber vacío y alienante. Es también
el tema central que atraviesa Tigerland, último
filme del desconcertante Joel Schumacher (El cliente, Asesinato
en 8 mm).
Al igual que hicera Kubrick durante
los primeros cuarenta minutos de La chaqueta metálica,
Tigerland se centra en el proceso de entrenamiento de un
grupo de soldados que van a ser enviados a Vietnam. Entre ellos
se encuentra Roland Bozz, un joven que ama y odia al ejército
con la misma intensidad. Bozz no acepta la autoridad de los mandos
y se muestra incapaz de aceptar la violencia que estos ejercen
sobre los reclutas. Secundado por varios soldados de su pelotón,
Bozz aprenderá con ellos en que consiste la lealtad, incluso
dentro del sinsentido de la guerra que ellos experimentan en "Tigerland",
un despiadado campo de entrenamiento que el Gobierno norteamericano
ha preparado a imagen y semejanza del propio Vietnam.
Alejándose de forma radical
de otros títulos dentro de su ampulosa filmografía,
Joel Schumacher ha conseguido en Tigerland una película
de factura sencilla, rodada al completo con una cámara
de 16 mm al hombro, con lo que se incrementa la sensación
de veracidad que obtiene el espectador al evaluar el filme. La
película mantiene el interés por lo que ocurre sin
grandes altibajos: una historia interesante interpretada por un
buen grupo de actores. Deudor de Kubrick en los conceptos y del
movimiento Dogma 95 en sus postulados estéticos, Schumacher
nos ofrece un documento logrado acerca de cómo es posible
mantener una humanidad sin fisuras en un entorno brutal y desnaturalizado,
una interpretación de la guerra como un estado mental más
que como un fenómeno geográfico, político
o social.
Al frente del reparto se encuentra
el debutante Colin Farrel. Irlandes e hijo de un jugador de fútbol,
el actor realiza un trabajo muy meritorio en este filme. De hecho
esta interpretación le ha valido participar en la nueva
película de Steven Spielberg, Minority Report, en
el papel que Bardem rechazó. A su lado otros desconocidos
como Matthew Davis o Clifton Collins Jr. completan un magnífico
reparto, toda una cantera de la que obtener rostros frescos para
la gran pantalla.
"Ardor guerrero", cantaban
con fingido entusiasmo los soldados en los años setenta
durante los largos amaneceres de San Sebastián, como escucha
las canciones patrióticas la tropa del Coronel Dax momentos
antes de entrar en combate, como cantan los jóvenes soldados
que van camino de Vietnam, sabiendo que van a una guerra perdida,
por un camino del que no pueden volver atrás. ¿Qué
pasaría si uno de ellos decidiera que ése no es
su sitio?
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