Por Manuel
Ortega
La trayectoria profesional de
Robert Rodriguez es de esas que no deja a nadie indeferente;
o se es fan acérrimo y entregado a su inventiva visual
y a su vigor narrativo; o se es un detractor contumaz por su
inanidad argumental y por su estética videoclipera basada (dicen)
en simples y aburridos juegos de artificio. Yo me quedo en medio.
Ni es tan bueno como algunos dicen, ni tan malo como otros proclaman.
Y en realidad los dos bandos llevan su parte de razón.
Puestos
a analizar detalladamente, o sin entrar en detalles, las dos
obras de Rodriguez que más me interesan (a parte de reconocer
que su sketch era lo mejor en la mediocrísima Four rooms)
son las dos menos apreciadas para seguidores y perseguidores,
esto es o estas son, mejor dicho, Desperado y The
Faculty. Y sobre todo lo que me interesa, es el carácter
puramente epidérmico de la primera y la incorrección política
de la segunda (la cocaína como antídoto).
Spy Kids es su película
más completa y más adulta, lo que no deja de ser paradójico
al tratarse de una obra dirigida a lo más pequeños de la casa.
Pero lo hace sin olvidar ambas cualidades, ese carácter lúdico,
visual y narrativo hasta las últimas consecuencias y, sobre
todo, la incorrección que lleva consigo una afilada ironía patente
en las relaciones familiares de los protagonistas y en matices
relacionados con los gadgets, con el cambio en la educación
del ejercito infantil (geniales las imagenes televisivas finales)
y con el programa televisivo que presenta Fegan Flops/Alan Cummings,
meridiana pero reconocible alusión a ese ininteligible y feliz
mundo donde habitan los Teletubbies.
Además con esta película se confirman
una cosa buena y otra cosa mala (o viceversa, según se mire)
que ya intuíamos del hispano de oro de Hollywood. La primera,
que es la positiva para mí, es que es uno de los narradores
mejor dotados del cine actual, con un estilo agresivo, vigoroso,
espectacular y percutante. La otra, la negativa para el que
firma, es su incapacidad o su nula disposición para intentar
llegar un poco más lejos, para contarnos algo sobre nosotros,
algo que nos haga crecer o envejecer en la sala. Su cine es
divertido y adrenalínico, pero infantil o macarra que casi es
lo mismo. Esto lo separa de los grandes narradores como Aldrich,
Fleisher o Siegel, comprometidos en el mejor sentido de la palabra,
pero con los que sin embargo comparte el gusto por la pasión
de contar y contar bien.
De Burton le separa todo lo
contrario. Y hablo de Burton, además de para enlazar con la
actualidad inmediata, porque esta película recuerda ciertamente
al director de Ed Wood, sobre todo en el plano estético
y en la dirección artística. Burton domina lo lírico pero flaquea
a la hora de hacer desarrollar la historia. Rodríguez es prosa
limpia y contundente, pero falla a la hora de poemizar sus historias.
Para seguir con autores de moda y de estreno, Burton es a Rodriguez,
lo que Medem a Amenábar. Pero son autores que se salen
de la mediocridad reinante en el cine actual y por eso los aficionados
los esperamos con los brazos abiertos y los mediocres, que quieren
que el cine siga siendo igual que ellos, y los pedantes, que
aspiran que el cine sea sólo patrimonio de aristois de la cultureta
pseudointelectual más manida y demodé, los esperan con sus uñas
afiladas, pero, al fin y al cabo, comidas.
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