Por
Pablo Vázquez
En palabras de Alex Scott, el personaje de Owen
Wilson en esta bastardización deliciosamente zafia de todo lo
que de aristocrático tuvo el espionaje, existen dos tipos de
personas: las que se rigen por el "¿por qué?" y las que se rigen
por el "¿por qué no?". De poder elevar esta división al mundo
de realizadores cinematográficos, Betty Thomas entraría de cabeza
en el segundo grupo. Un grupo integrado por un buen puñado de
realizadores (junto a ella se me ocurren a bote pronto Penelope
Spheeris y Barry Sonnenfeld) que, lejos de intenciones artísticas
y trascendentales, se han propuesto dignificar el complicado
asunto de los géneros con oficio y honestidad, consiguiendo
por lo menos que las películas de entretenimiento den lo que
prometen y sean lo que parecen.
Soy
espía, adaptación libérrima de una serie cinematográfica
de los años sesenta, cumple, vía buddy movie, con habilidad
y encanto las promesas de espectáculo y diversión, dejándose
llevar lo justo por unos actores sobrados de tablas en piruetas
similares. Betty Thomas, realizadora, asume una labor secundaria
que queda muy lejos de la rotundidad de Partes privadas y
la jocosidad extrema de La tribu de los Brady, pero se
las arregla, como ya hizo anteriormente en 28 días y
Doctor Dolittle, para servirnos un pasarratos decente,
con el toque de marcianada (¿toque Thomas?) reglamentario para
satisfacer a los fans que aún aplaudimos sus primeras realizaciones.
Pese a una primera media hora un tanto formulista
(tal vez porque ya nos hemos tragado demasiadas versiones bufas
de James Bond y es imposible buscar chistes y planteamientos
nuevos a partir de un material tan pisoteado), los guionistas
y la pareja de espías consiguen llevar las cosas a su terreno
antes de que podamos quejarnos o aburrirnos, ofreciéndonos una
trama que crece por momentos, un ritmo sin fisuras y una resolución
absolutamente delirante. Wilson y Murphy con un par de buenos
chistes de diálogo se dirigen solos, por lo que la película
carga todos sus cartuchos en una Famke Janssen que recupera
sus tiempos de Goldeneye y un autoparódico Gary Cole,
que ya trabajó para la directora en su segunda película, precisamente
como patriarca de los Brady.
Es ahí, tras el obligado tributo de presentación
de intenciones, cuando Thomas toma las riendas de la historia
y la convierte en un carrusel socarrón de bromas viriles, lujuria
por las explosiones, hembras castradoras y confesiones entre
superhombres, donde los únicos enemigos, por encima de cualquier
conspiración mundial, son las mujeres y los hombres más atractivos.
Si el propio Ian Fleming ya fantaseó, medio en broma medio en
serio, con la idea de un James Bond gay, Thomas lleva más lejos
la premisa mostrando a un Bond rubio que encuentra a un doble
ideal en la figura de un compañero a primera vista torpe y arrogante,
pero en el fondo tan hábil y a la vez sensible como él mismo,
todo ello desde una condescendiente y burlona mirada femenina.
Las historias de amor convencionales, los tópicos
estructurales e incluso el descubrir quién es el malo o quién
no lo es, poca importancia tienen en una película que prefiere,
con cachonda cara dura, dar más importancia a las bromas de
(y a costa de, que no estamos ante el típico delirio involuntario)
sus personajes que a lo que pasa a su alrededor. Su único inconveniente
es, al mismo tiempo, la mayor virtud que puede tener una película
de evasión: dejarte con ganas de más. Más aventuras de Wilson
y Murphy luchando contra el desorden mundial y su propio desorden
emocional, la próxima vez esperemos que con escena de cama entre
ambos, si los tiempos lo permiten y sus egos lo consienten.
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