Por Alejandro
del Pino
Parafraseando a Aute y a Calderon de la Barca,
la falsa cita que da título a esta crítica podría
resumir el argumento de Sin verguenza, el tercer film del
realizador catalán Joaquín Oristrell. Una nueva
incursión en esa especie de subgénero que es el
cine dentro del cine, centrándose en el competitivo y envidioso
mundo de los actores en busca desesperada de un autor que satisfaga
su vanidad y de camino les resuelva la llegada a fin de mes. De
hecho, Sin vergüenza está dedicada con tanta
ternura como ironía a los 4.500 actores que hay en España
y la mayor parte del film se desarrolla en el interior de una
escuela de interpretación.
La
directora de esa escuela (Veronica Forqué) consigue de
forma accidental el guión de la película que va
a realizar un prestigioso director de cine (Daniel Giménez
Cacho) con quien mantuvo una apasionada y fértil relación
sentimental dos décadas atrás. Al leerlo descubre
que el argumento se inspira en esa relación y prepara una
cita con él en la que ambos fingen no reconocerse. Por
casualidades de la vida (que es teatro), el director busca caras
nuevas y decide hacerlo en la escuela, donde, para rizar el rizo,
estudia la hija de ambos (aunque él no lo sabe). A partir
de aquí, como en la vida, todo se complica.
Sin vergüenza
parte de un argumento propio de una comedia de enredos, aunque
Oristrell busca sobre todo ofrecer una mirada ácida y maliciosa
sobre el egocéntrico mundo del teatro y por extensión,
del cine (o sea, de la vida). La película cae con demasiada
frecuencia en los tópicos propios del género (sobre
todo en las primeras escenas), pero el director de Novios
saca partido de su experiencia como guionista (Extasis,
El Efecto Mariposa o Bajarse al moro) y termina
engachando al espectador gracias a unos diálogos ingeniosos
y a la creación de situaciones de indudable valor cómico.
Quizás
lo más destacable de la película es el eficaz trabajo
de dirección de actores que ha realizado Oristrell, teniendo
que lidiar con un amplio y variado reparto en el que comparten
protagonismo actores conocidos (Veronica Forqué, Daniel
Giménez Cacho, Rosa María Sarda, Jorge Sanz y Candela
Peña) con un grupo de siete debutantes. Estos últimos
eran alumnos de 4º curso de la escuela de Cristina Rota (la madre
de Juan Diego Botto) y han salido más o menos bien parados
en su reto de interpretar a unos personajes con preocupaciones
e inquietudes muy parecidas a las suyas, y a la vez escenificar
fragmentos de textos clásicos.
De todas formas, la experiencia es un grado y la
diferencia se hace evidente en las escenas con mayor carga cómica,
donde destaca con luz propia la catalana Rosa María Sarda
en el papel de una actriz madura en decadencia y Veronica Forqué,
que vuelve a seducir con su sencillez demoledora. También
es reseñable la actuación de Candela Peña,
que ha sabido sacar partido al personaje neurótico que
interpreta, así como las breves pero jugosas intervenciones
de Elvira Lindo, quien consigue arrancar carcajadas sólo
con sus gestos de asentimiento.
Triunfadora en la última edición
del Festival de Málaga, donde obtuvo el premio al mejor
guión a la mejor película y a la mejor interpretación
femenina, Sin vergüenza cumple las expectativas creadas
a pesar de su incio torpe y de su ambientación de teleserie.
A Oristrell también se le va la mano en la escena final,
una burda descarga de adrenalina y melodrama más propia
de una película de Bud Spencer que de una catarsis con
reminiscencias griegas. Aunque, todo hay que decirlo, el exceso
le sirve como una excusa perfecta para confesar explicítamente
la relación de amor-odio que siente por los actores, y
al final resulve la situación con unos originales títulos
de créditos que remiten a La noche americana de
Fracois Truffaut. Todo un detalle.
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