Por
Alejandro del Pino
El desasosiego de los personajes de Kafka que
recorren infinitos laberintos (reales e imaginarios) para llegar
a ninguna parte está siempre teñido de un humor corrosivo y
oblicuo que desconcierta a los lectores a la vez que les coloca
ante sus propios fantasmas y ante el absurdo de un mundo burocrático
y mecanizado. Algo de ese pesimismo burlón, tan desconsolado
como vitalista, caracteriza la genuina trayectoria creativa
del realizador finlandés Aki Kaurismäki, uno de los directores
más originales e insobornables del cine de las dos últimas décadas.
Desde el depurado dramatismo de La chica de la fábrica de
cerillas a la irónica reinvención del cine negro de Yo
contraté a un asesino a sueldo o Ariel, pasando por
las comedias protagonizadas por el grupo de rockabilly
Leningrand Cowboys o la película muda Juha (no estrenada
en España), toda su filmografía se caracteriza por una fascinante
combinación de desesperación y humor, de fatalismo y ternura.
En
esta misma línea se sitúa Un hombre sin pasado, la historia
de M., un personaje sin nombre, sin cuenta bancaria y sin currículum
que debe empezar de cero en una sociedad inhóspita y desigual,
donde las oficinas de empleo funcionan como empresas deshumanizadas,
la policía se excusa en las injustas leyes de inmigración para
cometer sus abusos y los bancos controlan los destinos individuales
con prestamos, créditos e hipotecas absurdas.
Galardonada
con el Premio del Jurado y el de la Mejor Interpretación Femenina
para Kati Outinen en la edición de 2002 del Festival de Cannes,
el último trabajo de Aki Kaurismäki plantea un discurso mordaz
y crítico sobre el mundo que vivimos a partir de la metáfora
de un hombre que ha perdido su memoria pero que ha recuperado
la inocencia. Y la inocencia en manos del imprevisible Kaurismäki
es un arma de enorme poder subversivo que, como en el cuento
del rey desnudo, sirve para mostrarnos las miserias de una sociedad
en la que la identidad oficial (papeles, documentos acreditativos,
certificados, prestigio) es el principal (y casi único) medio
que utilizamos para juzgar a los otros.
Un
hombre si pasado es un filme de prodigiosos contrates que
dan fe de la enorme vitalidad creativa que goza el autor de
La chica de la fábrica de cerillas. Estamos ante una
película difícilmente calificable: profundamente moral sin parecerlo,
contagiosamente divertida sin ser alegre, hábilmente resuelta
sin necesidad de recurrir a artificios narrativos o dramáticos.
Es una tragicomedia romántica de ritmo perezoso y final más
o menos feliz, y a la vez un excéntrico melodrama negro sobre
un grupo de personajes expulsados del paraíso del consumo pero
que conservan un poderoso sentido de la dignidad y de la libertad,
incluso un grado de felicidad inalcanzable para aquellos que
tienen demasiado que perder y muy poco que ganar.
No
obstante, el acercamiento de Kaurismäki al mundo de la marginación
elude la crudeza del realismo y los planteamientos políticos
explícitos de otros cineastas actuales como Loach o los hermanos
Dardenne, para proponer un lenguaje propio e inimitable que
materializa una especie de ética y estética retro-libertaria
Con ritmo calmado pero preciso, una puesta en escena minimalista
y un desarrollo dramático que prescinde de detalles (formales
y narrativos) superfluos, la trama de Un hombre sin pasado
contiene además una singular y bella historia de amor entre
dos personajes que representan justo lo contrario del galán
y la heroína romántica.
El
último filme de Kaurismäki destaca también por sus diálogos
cortos y certeros (repleto de hilarantes giros textuales y frases
hechas sacadas de contexto) y por la galería de personajes secundarios
que aparecen (desde la coordinadora del Ejercito de Salvación
que canta en las cenas benéficas al guarda fanfarrón e inofensivo
que desconoce el sexo de su perro, pasando por los integrantes
freakies de la banda de rock nórdico Marko Haavisto &
Poutahaukat o la familia que acoge a M. después de que éste
haya perdido la memoria).
Heredero
a partes iguales de Bresson, Chaplin y Jacques Tati, el cine
de Kaurismäki es depurado, sobrio, noble, lento, tierno y profundamente
humanista. Un cine auténticamente independiente, que se ha mantenido
ajeno al ritmo de los tiempos y a las exigencias del Mercado,
y ha hecho de su singular estilo arcaico (en el que podemos
encontrar conexiones con la obra de otros directores coetáneos
como Otar Iosseliani) una marca de identidad paradójicamente
original e innovadora. Con Un hombre sin pasado, Kaurismäki
da un paso más en la configuración de su universo fílmico, tejiendo
con más precisión y sentido del humor que nunca esa liberadora
poética del desamparo que ha convertido al autor de Nubes
pasajeras en uno de los principales referentes del cine
europeo actual.
|