Por
Juan Antonio Bermúdez
Tras su extravagante marcianada de hace un par
de años, Antonio Hernández se propuso retomar un viejo proyecto
suyo y concretarlo en esta película valiente que es La ciudad
sin límites, un intenso drama familiar que cruza registros
y géneros, integrando incluso pinceladas cómicas y políticas,
bajo una apariencia de thriller de factura moderna.
Maneja
la cámara este director con una destreza casi exhibicionista,
excediéndose algunas veces en la ralentización o en movimientos
que buscan la sorpresa por la impenitente e impertinente guía
visual del vídeo-clip, en lo que según reconoce él mismo en
las entrevistas es una concesión para intentar seducir al público
joven.
Pasando por alto el debate sobre estos fuegos
de artificio visuales, que realmente no distraen demasiado,
La ciudad sin límites se defiende bastante bien gracias a dos
claves básicas: el muy buen punto de partida que ofrece el guión
equilibrado y sorprendente que ha firmado el propio Hernández
junto a Enrique Brasó, y el altísimo nivel de las interpretaciones.
Era fácil que en una historia irradiada a partir
de un potente personaje central interpretado por un mito del
cine español como Fernando Fernán-Gómez hubiera cierto desnivel
entre los momentos en los que éste llena la pantalla con su
prodigiosa personalidad y las escenas en las que está ausente.
Pero ha encontrado Antonio Hernández un cómplice perfecto para
la veterana genialidad de Fernán-Gómez en el magnético actor
argentino Leonardo Sbaraglia, que es el que lleva definitivamente
el peso de la película.
Y no es sólo destacable la calidad individual
de un reparto también alumbrado, entre otros, por Geraldine
Chaplin, Adriana Ozores, Roberto Álvarez o Ana Fernández, sino
el buen encaje entre todos ellos y el acierto con el que comparten
un registro aparentemente descuidado, naturalista, que le resta
gravedad a unos diálogos y a unas situaciones que de otro modo
podrían pecar de ciertos excesos líricos.
Respira la película, pues, por unos personajes
sólidos y bien bosquejados, complejos, nada planos, con los
que Antonio Hernández ha conseguido urdir un emotivo ajuste
de cuentas con los secretos de una familia, en los que se adivinan
sinceras implicaciones personales que el propio director reconoce
desde la dedicatoria del filme a su padre.
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