Por Manuel
Ortega
John Irvin es un ejemplo de lo
que en el Hollywood clásico se conocía como artesano, un director
funcional y siempre dispuesto a embarcarse en los proyectos que
le ofrecen, manufacturando con solvencia y con aséptica corrección
cada uno de sus encargos. La calidad de su obra, raramente sublime
en los artesanos aunque haya ejemplos (alguna de De Toth, Gordon
Douglas o Byron Haskins), siempre dependerá de dos factores importantes:
la calidad del guión utilizado y la personalidad y el carisma
de os interpretes elegidos.
Sobre
el primer punto, habría que decir que nos encontramos, según sus
autores, con una libre revisión, moderna y puesta al día de "El
Rey Lear". Es indudable que el hálito shakesperiano está
presente durante todo el desarrollo de la obra, desarrollo cuya
estructura se convierte en uno de los puntos fuertes de Shiner,
desarrollo que linda y subvierte la tan témida (no por mí) indefinición
genérica y que en el fondo es tan cara al más famoso de los escritores
ingleses, desarrollo que sabe medir a la perfección ese paso de
la comedia a la tragedia desde la primera escena hasta la penúltima,
escena donde, por cierto, se condesa toda la esencia del argumento:
Michael Caine prueba literalmente la sangre de su hérida y, a
pesar de todas las pruebas que echan abajo su mundo, sigue empecinado
viviendo/muriendo en su mentira.
Porque Shiner nos habla
sobre todo de esa mentira con la que todos vivimos y que puede
ser destruida en cuanto uno de los engranajes falla (aquí la perdida
de un combate de boxeo), destruyendo seguramente de forma cruel
y para siempre toda la maquinaria vital. El personaje de Caine
se dedica a cuidar a esa mentira, a darle brillo (Shiner
podría traducirse como el abrillantador) aunque se lleve media
película con su camisa blanca manchada por la sangre de su hijo.
En el debe del guión de Scott Cherry algunos cabos sueltos. Por
razones físicas (no descubriré el final, por supuesto) es muy
díficil que el asesino cometa el crimen de la forma en que lo
hace. Atentos
En lo referente al nivel interpretativo,
simplemente habría que constatar el reinado de Caine entre los
actores vivos. Michael Caine da otra lección de estremecedora
capacidad para cambiar de registro no sólo de una escena a otra,
sino en una sola secuencia. Es impresionante como se carga a la
espalda el correcto progreso de la trama de lo cómico a lo trágico.
De entre los secundarios destacan Frank Harper (prodigiosa sobriedad)
y Andy Serkis como los dos guardaespaldas del aprendiz de mafioso
Shiner, que para seguir el juego shakesperiano podrían verse como
eficientes trasuntos de unos Rosencratntz y Guildenstern del lumpen
londinense contemporáneo. La escena en la que aparecen ellos tres
y la mujer del último es de lo más desazonante que he visto este
año. En definitiva, una película modesta muy bien interpretada
que sin ser nada del otro mundo, sí lo es en este mundo feliz
y veraniego en el que dormitamos.
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