Por
Carlos Leal
Que quede claro desde el principio; Scooby
Doo no es, ni en su origen ni siquiera fundamentalmente,
una película. Scooby Doo es ante todo una precisa
y bien planificada estrategia de márketing, surgida de
las humeantes calculadoras de la fábrica de sueños
enlatados que es Hollywood. Una película dirigida a los
niños, a los que ofrece sustos de túnel del terror
y chistes de patio de colegio; a sus padres, presumiblemente
atraídos por la nostalgia setentera de la popular serie
de Hannah y Barbera; y por supuesto a los adolescentes, a los
que ofrece la posibilidad de ver a jóvenes estrellas
como Matthew Lillard o la cazavampiros Sarah Michelle Gellar
en unos papeles bastante más cómicos que los que
suelen interpretar.
Desde
el punto de vista del márketing, las cifras cantan que
Scooby Doo es un producto irreprochable. Tan sólo
en su primer fin de semana en Estados Unidos, la película
recaudó 54 millones de dólares, dos más
de los que costó producirla. En fin, todo un éxito.
Sin embargo, desde cualquier otro punto de vista que no sea
el meramente económico, Scooby Doo es un sonoro
fracaso.
Fracasa Scooby Doo incluso en el nivel
más básico, el del mero entretenimiento. Siguiendo
la estructura de un capítulo de la serie expandido hasta
la hora y media, la película avanza con ritmo cansino
entre las inconsistencias de un guión flojo y carente
de chispa, obra de James Gunn, y la torpeza de la dirección
de Raja Gosnell, conocido por perlas como Esta abuela es
un peligro o Nunca me han besado. Cómo semejante
equipo ha sido capaz de sacar adelante una superproducción
de cincuenta y dos millones de dólares es un misterio
digno de los esforzados protagonistas de Scooby Doo,
y sin duda mucho más interesante que el que logran resolver
en la película.
Así las cosas, lo único que anima
a ratos la pantalla es la divertida creación que los
expertos en efectos especiales de la Warner Bros. han hecho
de Scooby Doo. Paradójicamente, el perro animatrónico
es el personaje más vivo de cuantos pueblan la película,
algo que dice bien poco en favor de un reparto lleno de caras
conocidas y encabezado por Sarah Michelle Gellar, Freddie Prinze
Jr., Matthew Lillard y un Rowan Atkinson cada vez más
preso de los tics que hicieron popular a su personaje Mister
Bean. A la vista de los resultados, probablemente hubiera sido
mejor que la Warner se hubiera decantado por hacer una versión
completamente animada de Scooby Doo.
Ni
siquiera gustará la película a los fans de la
serie, que haberlos haylos. Y es que, a pesar del notable esfuerzo
formal en imitar hasta el mínimo detalle los dibujos
animados originales, y a pesar de los inevitables chistes privados
como la aparición estelar del odiado Scrappy Doo, Scooby
Doo esconde una enorme traición de fondo. En la serie,
los investigadores de Misterios S.A. se dedicaban a desenmascarar
casos aparentemente paranormales, demostrando una vez tras otra
que los fantasmas no existen; en el filme, no sólo hay
fantasmas sino también gigantescos monstruos con forma
de araña y ceremonias vudú capaces de robarte
el alma. Y dejarte tan bobo y tan vacío, sin ir más
lejos, como cualquiera de los personajes de la película.
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