Por
Silvia Ruano Ruiz
Desengáñense: pese a lo que pueda parecer, esta
película no es una comedia. Hay en ella momentos francamente
divertidos, hilarantes incluso, pero a medida que el metraje
avanza el espectador va descubriéndose a sí mismo riendo por
no llorar. Y es que, astutamente, Alexander Payne, como ya hiciera
en la satírica y vitriólica Election, se sirve del humor
para endosarnos una cinta que relata lo que la mayor parte del
público no quiere contemplar cuando se acerca a una sala de
cine: la historia de un fracaso vital. En este caso, el de un
típico ciudadano americano de clase media que, a los 66 años
y después de haber cumplido siempre con las exigencias, tanto
familiares como laborales, que la sociedad impone, toma conciencia
de la pequeñez e intrascendencia que ha caracterizado una vida,
la suya, en la que nada digno de mención cabe señalar.
De
repente, este hombre corriente, profundamente humano en sus
miserias, se ve despojado de todo aquello que aportaba una apariencia
de sentido a su existencia: su trabajo en una empresa de seguros
del que se jubila, y su esposa Helen, que fallece de manera
fortuita. Esto, unido al hallazgo de unas cartas cuyo contenido
no debemos desvelar, y a la inminente boda de su única hija
Jeannie, a la que pretende salvar de cometer su mismo error,
constituirá el detonante de un viaje en caravana por el estado
de Nebraska que le llevará a reencontrarse con algunos lugares
de su infancia y consigo mismo. Durante esta crisis y a lo largo
del trayecto que le conducirá hasta Denver, donde tendrá lugar
el enlace, el señor Schmidt escribe y envía una serie de misivas
a un niño africano de seis años al que ha apadrinado, en las
que vierte sus pensamientos y avatares y que oscilan entre el
premeditado adorno de lo que sucede y los arrebatos de sinceridad.
Sin embargo, el director, también guionista
junto a Jim Taylor, aunque nunca cruel (siente compasión y ternura
hacia su personaje), se muestra implacable: una y otra vez el
intento del protagonista por escapar de alguna forma a su patético
destino y dejar alguna huella de su paso por el mundo resulta
infructuoso: no logra impedir el matrimonio de su hija con un
necio vendedor de colchones de agua, e incluso cuando le queda
el consuelo de haber ayudado al destinatario de sus cavilaciones,
se entera de que en ningún momento las ha compartido en realidad
con nadie, ya que su pequeño interlocutor no sabe leer ni escribir.
Ello pone en evidencia la personal mirada de un realizador que,
si bien filma al estilo clásico y con una sobriedad carente
de alardes visuales, no deja de dinamitar las convenciones e
introducir abundantes dosis de cinismo e ironía hasta en los
momentos de aparente respiro, dotando a sus imágenes de una
impronta propia e intransferible.
Así,
sin perder nunca el control respecto a lo que quiere contar
y a cómo quiere contarlo, el cineasta puede permitirse ser generoso
con sus actores, muy especialmente con Jack Nicholson, que ofrece
aquí un auténtico recital interpretativo, y con Kathy Bates,
que, en un jugoso papel secundario que ella engrandece, se revela
como la única capaz de darle réplica al veterano actor. Y es
en esta conjunción de talentos colaborando en pos de una meta
común donde esta película adquiere su verdadera dimensión y
alcance dentro de un cine, el de Hollywood, al que finge ajustarse
en algunos aspectos (presupuesto medio, presencia de estrellas
en el reparto...) pero del que se aleja con sutileza y convicción.
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