Por Carlos
Leal
Hace varios meses, el director
Dominik Moll trajo a nuestras pantallas Harry, un amigo que
os quiere, una película que daba completamente la vuelta
a un género tan manido en el cine estadoundense como el
de los psycho killers. Frente a aquel saludable ejercicio
de revisión desmitificadora, ahora los espectadores españoles
pueden ver otra película francesa, Los ríos de
color púrpura, que mimetiza y adopta todas las convenciones
que el cine de Hollywood ha establecido en torno a este subgénero
cinematográfico.
A
cargo de la dirección se encuentra el joven actor y director
francés Mathieu Kassovitz, autor, entre otras, de la desasosegante
El odio. En su cuarto largometraje, Kassovitz demuestra
mucho oficio y consigue mantener la tensión dramática
pese a que el material en el que se sustenta la película
no es ni mucho menos el idóneo.
Los ríos de color púrpura
narra la historia de dos policías que investigan casos
distintos que confluyen en una trágica verdad. El comisario
Pierre Niémans (Jean Reno) trabaja sobre una serie de crueles
asesinatos cometidos en torno a una elitista universidad situada
en un valle alpino, mientras que el teniente Max Kerkérian
(Vincent Cassel) indaga la profanación de la tumba de una
niña de diez años.
Buena parte de la crítica
ha comparado Los ríos de color púrpura con
Seven, de David Fincher, si bien el desarrollo de su trama
la iguala a títulos menos destacados como Fallen
o El coleccionista de amantes. Como éstas, el filme
de Mathieu Kassovitz incluye persecuciones, peleas y acción
superficial dispuestos en el guión para mantener la atención
del espectador.
Sin embargo, lo que separa a Los
ríos de color púrpura de estos títulos
mediocres y le aproxima al ya clásico de David Fincher
es su cuidada estética tenebrista, que no teme acercarse
por momentos al gore. En la memoria quedarán sus
inquietantes títulos de créditos, en los que la
cámara recorre en primerísimo primer plano los restos
de un cadáver mientras insectos y gusanos se alimentan
de él.
Es una lástima que la enrevesadísima
trama, basada en la novela homónima de Jean-Christophe
Grangé, sea a todas luces insuficiente para hacer una película
de mayor calado. Particularmente insatisfactorio resulta el final,
en el que el filme se mueve peligrosamente por el filo del más
soberano ridículo. Queda la impresión de que con
una base de más peso el director Mathieu Kassovitz podría
haber llegado a bastante más de lo que aporta en Los
ríos de color púrpura.
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