Por
Manuel Ortega
Como decía Don Hilarión, la técnica adelanta
que es una barbaridad (o algo así) y es verdad que ahora las
películas se pueden hacer más bonitas o al menos más fáciles.
La informática, las últimas tecnologías y una nueva educación
más sensorial que sentimental, han propiciado una revolución
en la estilística, en las formas, en lo de fuera. En lo de dentro
siguen la convivencia de los siete temas universales, en pack
o por separados, en connivencia con el mal gusto sentimentaloide,
reaccionario o soez (drama, aventuras/thriller/bélico y comedia,
respectivamente) para disgusto de este modesto pero enfervorecido
amante de eso que algunos han dado en llamar séptimo arte, pero
que otros algunos se están encargando de que un año de estos
descienda a una categoría más acorde con su juego.
One
hour photo, título original menos poético pero más sugerente
que el escogido por estos lares, es una prueba que explica a
la perfección que el éxito del gran cine del Hollywood de la
época dorada se basaba, en gran parte,en la férrea división
entre dos oficios tan especializados como son el del guionista
y el del director. Ya sé que me hablarán y con razón
de John Huston, Joseph Leo Mankiewicz, Billy Wilder o Preston
Sturges. Pero estos eran genios. Mark Romanek no.
Por lo visto en esta película sí va camino de
convertirse en un sugerente director con unas cualidades innatas
para todo lo referente a la composición de plano, la puesta
en escena y sus elaborados pero para nada chirriantes encuadres.
Nada del desaliño que ahora se estila o la despreocupación inherente
a los que se consideran rompedores muy a pesar suyo. Cabe destacar
entre todo el deslumbrante artefacto (el cine lo es desde su
principio) el travelling frontal a Robin Williams por
entre los pasillos del supermercado momentos después de ser
despedido. La sombra de Kubrick además de gruesa es alargada
Pero si como director creemos en su capacidad,
en su dirección de actores (incluso de la de un psicótico Robin
Williams sale indemne) y en la concienzuda elaboración de todos
y cada uno de los planos (rozando en ocasiones el manierismo,
pero cayendo rara vez en él), en su labor de guionista vemos
lagunas también innatas. Puede parecer extraño pero esa falta
de soltura o de capacidad no se da en el difícil campo del diálogo,
sino sobre todo en la estructura interna, en cierto intento
de epatar de cualquier manera y en un desenlace que es producto
de las dos anteriores objeciones. Como es el caso de jóvenes
y entronizados valores patrios como Médem o Calparsoro
urge la búsqueda de un guionista que sepa de que va esto del
cine sin ínfulas de "auteur". O, como decía Jack el Destripador,
"Vamos por partes".
Y a pesar de esta confianza desmesurada en
su talento, Romanek nos ofrece una de las propuestas más interesantes,
atractivas y vivas de este extraño verano de superhéroes madrugadores,
infieles cantarines y orientales violentados que tanto están
gustando, dicen, a los que vamos, incluso en estas inapropiadas
y desaconsejables fechas, al cine.
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