Por Juan
Antonio Bermúdez
El polaco Pawel Pawlikowski, precedido
por una reputada carrera como documentalista, descarga este último
resorte sobre la pantalla actual, saturada de artificios,
y con unos cuantos trazos sencillos se las arregla para contar
unas pocas vidas, espejo y resumen de otras muchas, desubicadas,
sin sitio en el quimérico edén globalizado.
Last
resort cuenta así la odisea de Tanya, una joven rusa que viaja
con su hijo de diez años hasta Inglaterra con la intención de
rehacer su vida, y al llegar allí naufraga en el laberinto de
la burocracia y se ve confinada a un extraño campo de refugiados
sito en un destartalado complejo turístico, un no-lugar vigilado
y aislado del que no puede escapar. Su historia es la historia
de miles de exiliados por la miseria o el hambre o la precariedad
que aspiran sencillamente a una vida mejor. Su historia es la
historia contemporánea y en cierto modo toda la historia del ser
humano, al que se le debiera haber reconocido hace ya mucho tiempo,
como derecho universal y mínimo, el derecho a la huida, al viaje,
a la búsqueda.
Pero el conflicto de ese discurso
genérico toma verdadera dimensión cuando se concreta en la experiencia
de Tanya, de cualquier Tanya, en su dificultad para hacer una
llamada telefónica, en las trampas que le tiende el dinero fácil,
en la tristeza cutre de las paredes de su albergue. Y es ahí donde
acierta Last resort, porque todo eso se presenta sin espectacularidad
alguna, con la firme contundencia de un realismo nada sucio, nada
autocomplaciente. "Lo que no quería hacer era una de esas áridas
películas temáticas británicas sobre la vida de los marginados"
aclara Pawlikowski. "Me interesaba más para mis personajes una
atmósfera de mal sueño que sumergirlos en alguna clase de realidad
documentada".
Su película crece así por el lado
de la abstracción simbólica sin perder un ápice de su valor testimonial.
Y su argumento despliega además una potente derivación romántica,
una historia de amor y desencuentro entre la emigrante y un trabajador
del campo, uno de los pocos habitantes nativos del lugar, no por
ello menos desterrado, que añade humanidad y universalidad a ambos
personajes y, de rebote, al niño.
Y todo ello en 75 minutos, apenas
hora y cuarto de metraje que demuestran que la mejor tradición
realista del cine europeo sigue viva.
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