Por
Silvia Ruano Ruiz
Para su segundo largometraje como director, Roger
Avary, coguionista junto a Tarantino de Pulp Fiction y
artífice de la fallida y excesiva Killing Zoe, se ha
basado en Las leyes de la atracción, articulando la adaptación
más fiel hasta la fecha de una novela de Bret Easton Ellis,
uno de los más radicales fustigadores de los vicios de la sociedad
norteamericana desde mediados de los 80, que ya creara (y nos
arrojara en pleno rostro) al monstruo fruto de los "valores"
imperantes en American Psycho.
Avary
transmuta así la hueca impresión que nos había producido su
anterior película, descolgándose con una cinta de vocación provocadora
y corrosiva que dispara contra todo lo que se mueve y no deja
títere con cabeza. El argumento nos presenta las andanzas de
un grupo de estudiantes universitarios en una escuela de arte
de New Hampshire; unos personajes adinerados y de clase alta
inmersos en una espiral de drogas, sexo y alcohol y sumidos
en el vacío existencial más absoluto, cuya única actividad consiste
en deambular de fiesta en fiesta, designadas con nombres tan
explícitos como la de "El culo del mundo", "Vístete para que
te follen", "La pre-fiesta de la fiesta del sábado por la noche"
o la de "El fin del mundo".
Se trata de unos jóvenes que aprecian la cultura
(nótense los comentarios de uno de ellos sobre las pinturas
de Vermeer y Van Gogh o el libro de García Márquez, Cien
años de soledad, que aparece entre las pertenencias de otro),
pero no logran establecer un trato profundo y verdadero con
sus iguales ni comunicarse entre sí, revelándose incapaces de
abandonar una dinámica de la que anhelan escapar y que les aprisiona,
hasta abocarlos a la resignada aceptación de las "reglas del
juego" (a propósito, ¿por qué demonios no se ha traducido correctamente
el título y se ha preferido dar pie a la confusión con la obra
maestra de Jean Renoir?).
Es esta situación de soledad y aislamiento la
que les empuja hacia el otro, al que atribuyen siempre unas
cualidades que no posee (pero claro, ¿no es el amor acaso una
idealización de la persona amada?). De esta forma, Paul quiere
a Sean, que es heterosexual y no puede acceder a sus requerimientos;
Sean está prendado de Lauren a quién cree autora de las románticas
y sensibles cartas que recibe en su taquilla, que en realidad
provienen de otra chica en la que ni siquiera repara y que protagoniza
el momento más dramático de la película; y Lauren ama a Victor,
que ni siquiera la recuerda cuando regresa de su viaje. Es decir,
la vieja y eterna historia: cada uno está enamorado de quien
no le corresponde, pero este tópico desencuentro es expuesto
por el director con brillantes e ingeniosas soluciones técnicas
y visuales utilizadas funcionalmente, como la pantalla bipartita,
el "rebobinado" hacia atrás o la audaz secuencia en que se narra
a ritmo vertiginoso y anfetamínico el "colocado" periplo europeo
de Victor.
Bajo una apariencia luminosa, divertida, desenfadada
y amoral subyace, pues, una de las visiones más amargas, pesimistas
y desesperanzadas de las relaciones humanas que quien esto suscribe
recuerda haber presenciado en un cine en los últimos tiempos,
no en vano los personajes echan un polvo cada diez minutos sin
hacer nunca el amor y la única manifestación de sentimiento
por parte del protagonista es artificial y prestada: a Sean
le cae un copo de nieve que se desliza por su mejilla como una
lágrima, plano éste muy revelador de las auténticas intenciones
del film. La misma imagen del cartel anunciador con muñecos
de peluche en posturas propias del Kamasutra conectaría con
esos supuestos adultos de comportamientos irreflexivos e infantiles,
que acaban por verse enfrentados a la pérdida de la inocencia
y las frustraciones que conlleva el tránsito a la madurez.
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