Por
Manuel Ortega
Eso de contar historias, algunas más malas,
otra más buenas, viene de antiguo, de casi el mediodía de los
tiempos, después de comer con el cigarrito y la copa y la compañía
de los nuestros. Contar historias viene de lejos y sus mecanismos
ya estaban allí. Tener historias que contar es otra cosa. Saber
contarlas un asunto muy distinto.
Y
Félix Cábez tenía una historia que contar y muy claro como contarla.
Pero ahora soy yo quien no tiene nada que contar en estas 30
líneas. Ni tampoco sé como contarlo. Veamos a ver. El refugio
del mal es una pequeña película con un delgado hilo argumental,
con unas interpretaciones de andar por casa, con una resolución
de cortometraje doméstico, con un fondo y una forma de amateur
esforzado, de simpático pero bisoño principiante. Se le alaba,
y lo hago, la determinación de confiar en ese argumento y además
por no dejarse llevar por fáciles juegos de artificios tan de
moda en la actualidad de éste que es el vivo estaba muerto y
el otro que parecía muerto andaba de parranda. Juega bien sus
cartas pero ciertamente con esos naipes no se gana ni una brisca
mal barajada. Se le ven hechuras, pero le falta algo más. Decía
Bruce Chatwin que para hacer una buena novela (sustitúyase dicho
termino por el de película, lo mismo es y lo mismo da) hacían
falta 3 características fundamentales: Tener una historia que
contar, saber contarla y querer contarla. Y a este debutante
le falta alguna de ellas, porque si no no me explico.
La cosa va de dos hermanos argentinos, ricos
y ociosos, que se vienen a España a jugar a una especie de ¿Dónde
esta Wally? pero por email y fotos y esas cosas de las tecnologías
modernas que tanto gustan ahora poner en las películas. Pero
cuando uno de los hermanos llega a la cita el otro no está aunque
ya ha llegado. Él vivo sospecha que el muerto está muerto y
que han sido los del hotel en los que habían quedado en alojarse.
Todo calentado por las tórridas intenciones de la dueña y de
su hija, Rosana Pastor y Lucía Jiménez jugando a ver cuales
de las dos está más desubicada en la película. Un calvo con
mala hostia, su frívola novia y unos aparentemente encantadores
abueletes, que no sabemos por qué se nos presentan como antiguos
presos republicanos, completan la terna de personajes que por
una u otra razón se refugian en el hotel en cuestión.
Todo lo demás es previsible y aburrido, con
escenas como la de la discoteca, la de la piscina y la final
que dejan mucho que desear tanto en planificación como en conclusión.
Parece un corto alargado que funciona siempre por acumulación
y que nunca consigue crear la tensión ni el misterio que se
le presume. Además no se entiende porque en la primera parte
de la película salen tantas imágenes con espejos como protagonistas
(¿caprichoso manierismo?) si luego en la segunda parte se olvida
y no tiene ninguna lectura en la trama, ya que en ningún momento
se juega con la dualidad de los actantes dada la planicie de
todos y cada uno de los personajes.
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