Por José
Antonio Díaz
Aparentemente, Planes de boda
se inscribe en el subgénero de las películas con boda (real o
con expectativa de ella) que, con aceptables resultados, han proliferado
en los últimos años, dentro del que, a su vez, podríamos encontrar
dos pequeñas corrientes: la constituida por La boda de Muriel
y La boda de mi mejor amigo, que tienen como elemento común
al director australiano P. H. Hogan; y otra formada por las británicas,
aunque co-producidas con dinero estadounidense, Cuatro bodas
y un funeral, Notting Hill y El diario de Bridget
Jones, vinculadas no sólo por su común guionista, Richard
Curtis (sólo o en equipo), sino por una misma manera de entender
la comedia que seguirá dando mucho que hablar en los próximos
años y que, en todo caso, forma ya parte de una nueva faceta,
junto con la realista-social, del renacimiento del cine británico.
A todas estas cintas, Planes
de boda añade el elemento argumental compendio de todos los
anteriores: la protagonista no sólo tiene el deseo y la expectativa
de una buena boda, sino que ella misma es organizadora profesional
de bodas.
En
realidad, más allá de coincidencias más o menos evidentes, Planes
de boda responde a la fórmula de la penúltima e intercambiable
comedia romántica de trazo grueso, tratamiento rosa y mojigato
y desarrollo previsible que produce la industria al servicio de
las mayores recaudaciones posibles y de la estrella emergente
del momento, en este caso una Jennifer López que justifica con
su increíble belleza y fotogenia la insistencia de la cámara por
mostrarla en primeros planos, lo que no deja de reflejar un cambio
en curso del modelo de belleza femenino en la industria, al enfrentarla
con ventaja sus guionistas con una rubia exageradamente anglosajona
de belleza mucho más aparatosa pero infinitamente menos interesante.
Como todas sus hermanas de factoría,
Planes de boda se va decantando en su metraje por el aspecto
romántico de su planteamiento argumental hasta aniquilar el cómico,
más voluntarista que real, por otra parte, dado el escaso y ñoño
ingenio que gastan sus responsables en unas secuencias divididas
casi en compartimentos estancos en los que se busca la gracia
de forma independiente a la evolución de la historia, lo que no
dejaría de ser una buena solución para cintas que, como Aterriza
como puedas o Torrente II, confían todas o gran parte
de sus posibilidades en tales sketches¸ pero no para una cinta
con una indisimulada pose moralizante como ésta.
Al final, ni siquiera se tiene
el consuelo de la posible comicidad de la tradicional secuencia
de la boda final en que, en el último momento, algún imprevisto
abre la posibilidad para que uno de los contrayentes se retracte
y la arme. Ni en eso han tenido imaginación sus guionistas.
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