Por
Alejandro del Pino
En sus más de dos horas y veinte minutos, Piratas
del Caribe: la maldición de la Perla negra reúne todos
los ingredientes de las películas de piratas: tesoros ocultos,
islotes recónditos, tormentas en el océano, tugurios de mala
muerte, romances apasionados, duelos, abordajes y batallas
marinas, loros y monos como animales-amuletos de los bucaneros,
toneles llenos de ron a la deriva,... Todo ello convenientemente
actualizado y adaptado a las nuevas exigencias del Mercado
- incluyendo ciertas dosis de corrección política que otorga
un papel más activo a las mujeres - y relatado con tanto apresuramiento
narrativo como oportunismo comercial.
Desde
luego, la película funciona como un efectivo y ruidoso juego
de artificio fílmico que garantiza el entretenimiento y la
diversión para toda la familia (esa unidad de consumo tan
rentable para las grandes multinacionales). No en vano, el
origen de la cinta parte de un calculado estudio de marketing
destinado a explotar el éxito de un espectáculo de piratas
que ofrece Disney en sus distintas franquicias planetarias.
Todo está medido y controlado al milímetro, de modo que la
brillante puesta en escena, la esquemática pero eficaz lógica
narrativa o el despliegue de efectos especiales logran satisfacer
las expectativas técnicas y profesionales más rigurosas y
cumplen con el objetivo de mantener a los espectadores atentos
y deslumbrados.
El problema es que Piratas del Caribe
no llega en ningún momento a traspasar la frontera del producto
prefabricado y efímero destinado al consumo inmediato y voraz.
Porque más allá de su previsibilidad dramática y de las limitaciones
interpretativas de buena parte del reparto, la cinta de Gore
Verbinski no logra articular una narración capaz de generar
sentido, de dar vida a un universo de héroes y villanos donde
los deseos, miedos y fantasías de los espectadores puedan
encontrar un espacio de representación.
Piratas
del Caribe es sólo una opulenta pompa vacía, tan espectacular
como olvidable, tan vertiginosa como aburrida, a la que le
falta la inocencia primaria del mito, la fuerza evocadora
y el arrebato vital que hacen más perdurable otros fantasías
fílmicas que han hecho del cine una fábrica de sueños tan
rentable como emotiva.
Entre lo mejor de la cinta podrían mencionarse
ciertos momentos cómicos (que llevan impreso el sello Disney),
así como la recreación teatralizada de los paisajes exóticos
y de las virulentas batallas oceánicas a la luz de la luna
(el trabajo de Industrial Light and Magic no decepcionará
a los aficionados a la pirotecnia digital). Lo peor: corroborar
una vez más que la implacable eficacia del parque temático
y del revival permanente se ha convertido en uno de
los principales motores que alimenta el imaginario de la todopoderosa
industria cinematográfica hollywoodiense.
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