Por
Juan Antonio Bermúdez
Cuenta Ramón Salazar que robó el título de su
película de una conferencia en la que el orador colocó una urna
sobre una mesa y metió dentro varias piedras. Preguntó entonces
que si la urna estaba llena y toda su audiencia le respondió
que sí. Pero el conferenciante rellenó los huecos con arena,
y luego aún pudo añadir agua. El experimento le servía para
explicar que en la vida hay que colocar primero lo esencial,
las piedras, y luego preocuparse por lo accesorio, porque si
se hace al revés lo accesorio no dejará espacio para lo importante.
Puede
decirse así que, siguiendo esa metáfora típica de manual de
autoayuda, el primer largo de Salazar cruza varias historias
de mujeres que tienen las piedras mal colocadas. Se trata de
un melodrama femenino, género con denominación de origen en
el cine español contemporáneo gracias al talento de Almodóvar
y al superviviente frenesí atómico de algunos de sus malos imitadores
(¿hace falta citar aquí sus nombres, darles más publicidad?).
A años luz de estos últimos se sitúa Ramón Salazar,
que se presenta con una película muy prometedora y muy digna,
capaz de hacer perdonar sus defectos de ópera prima, derivados
en su mayoría de esa avaricia narrativa clásica de los primerizos,
de esa ambición de querer contar mucho y cortar poco.
Piedras surge de una colección de potentes historias
de mujeres al borde de la crisis, entrelazadas con una ocurrencia
de guión superflua y que no acaba de funcionar demasiado bien:
todas tienen una relación conflictiva o extraña con sus pies
y, por añadido, con sus zapatos.
Cada una de las historias, de todas formas, interesa.
Y se presentan, se desarrollan y se sostienen con una enorme
elegancia formal, sustentadas en un brillante reparto que Salazar
ha escogido y ha mimado al detalle, aunque luego los resultados
interpretativos sean algo irregulares: Ángela Molina, Najwa
Nimri y Mónica Cervera (actriz fetiche de este director, protagonista
de Hongos, el corto que le ha dado fama) están bastante bien;
Antonia Sanjuán y Vicky Peña se defienden como pueden en dos
papelones muy exigentes y acarrean además los diálogos más inverosímiles
del filme.
Sortea toda la película los fantasmas de una
cierta modernidad cargante y los tópicos de una determinada
complicidad con las mujeres sufridoras, principales peligros
que acechan en el diseño y en la misma naturaleza de sus personajes.
Pero, al final, en el conjunto, acaba por imponerse un aire
de sinceridad y una visión del mundo mucho más amplia. Piedras
convence y su director promete.
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