Por José
Antonio Díaz
Cada vez parecen hacerse menos
películas de "atmósfera". Pero aún menos en que la densidad
de la atmósfera en que se mueven los personajes sea el elemento
central, la base de todo el recorrido argumental, circunscribiéndose
prácticamente a algunas cintas de autor europeas (y de las duras).
Ése
es el mérito de La pesadilla, ópera prima como realizador
y guionista de Michael Walker, quien elige ese interesante y
arriesgado enfoque para narrar las consecuencias psicológicas
de la misteriosa desaparición de una mujer para su marido, interpretado
convincentemente por un Jeff Daniels que tiene que soportar
casi en solitario la mayor parte del metraje.
Financiada por productoras de
hasta tres países, (Canadá, EEUU y Francia), aunque con una
ambientación inequívocamente estadounidense (como el tipo de
inglés que hablan sus personajes), de tal enfoque no se sigue
un desarrollo intelectualmente ambicioso que trascienda las
situaciones mostradas, sino una historia de cortas pero efectivas,
miras metafóricas en torno al subconsciente y su plasmación
más inmediata: los remordimientos.
Aunque su guión a veces se pasa
de rosca y las imágenes resultantes rozan a ratos la truculencia
grotesca de un tipo de cine más de género y comercial, el tono
general es contenido, lográndose construir una ambientación
enfermiza en la que el relato transcurre apoyándose, por una
parte, en unos cuidadísimos y bien dosificados diálogos que,
siempre de forma indirecta, van configurando el estado de ánimo
del protagonista y de los escasos personajes que se mueven como
sombras en su torno; y, por otra parte, en la atención minimalista
a los objetos cotidianos de la casa en la que transcurre casi
todo el metraje y que, como involuntarios pero molestos testigos
de los pensamientos que van cocinándose en la mente del protagonista,
casi cobran vida interponiéndose en las torpes reacciones de
su propietario, en la línea de la obsesión fetichista, salvando
las distancias, de un Buñuel o del primer Saura en algunas de
sus obras.
En el último tercio, sin embargo,
la progresión de la historia se estanca, dando vueltas sobre
sí misma, lo que da lugar, quizá como obligado relleno, a las
imágenes más evidentes y, por tanto, prescindibles de la función
en la escenificación de la degeneración psicológica del protagonista.
En ningún momento, con todo, se abandona definitivamente la
perspectiva narrativa elegida, en dónde se demuestra el buen
pulso narrativo de su director, con lo que al final La
pesadilla no acaba degenerando en el típico espectáculo
de terror físico propio de propuestas más convencionales.
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