Por
alejandro del Pino
Coincidiendo con su presentación en el
Festival de Venecia, el despliegue mediático que durante
las últimas semanas se ha realizado en torno al segundo
trabajo de Sam Mendes, ha dado demasiadas claves para entender
y valorar esta ambiciosa y bella película de corte clásico.
Algo que queda reforzado por la adscripción de la cinta
del director de American Beauty a uno de los géneros
cinematográficos más (y mejor) codificados: el
cine negro.
Por
ello, la principal sensación que deja el visionado de
Camino a la Perdición es que estamos ante una
película impecable en la que se ha cuidado con esmero
todos los detalles narrativos, técnicos y artísticos
(férreo guión, brillante elección y dirección
de actores, hermosa fotografía, sugerente banda sonora
de Thomas Newman, riguroso trabajo escenográfico,...)
que logra cautivarnos pero no sorprendernos. Sam Mendes se ha
comportado como un realizador aplicado que ha asimilado con
destreza las claves internas y externas del cine de gangsters
para ofrecer una obra virtuosa y precisa a la que, sin embargo,
le falta vitalidad expresiva y cierta frescura narrativa.
Basado en un cómic de Max Allan Collins,
Camino a la perdición es un film bello, elegante
e hipnótico que narra desde el punto de vista de un niño
una dramática historia de amor, honor y traición
ambientada en los años de la Gran Depresión norteamericana
(según ha descrito el propio Mendes, "el último
paisaje mítico de los Estados Unidos"). Con un deslumbrante
sentido del ritmo cinematográfico y un extraordinario
talento para aprovechar las mejores virtudes de los actores
a los que dirige, Mendes se adentra en las complejas relaciones
paterno-filiales de los opresivos ambientes mafiosos de la época.
Una excusa argumental que le sirve para reflexionar sobre los
temas habituales del genero, recurriendo a la elipsis, el fuera
de campo y la contención dramática como principales
herramientas estilísticas.
En la línea de otras cintas de cine negro
que mezclan el impulso épico con la mirada intimista,
sin obviar el uso explícito de la violencia (Érase
una vez en América o la irrepetible saga de El
Padrino), Mendes maneja con soltura la presentación
y evolución de los personajes y teje algunas escenas
de gran belleza poética y enorme tensión dramática.
Además el director británico consigue actualizar
con fluidez los códigos propios de cine de gangsters,
proponiendo una reelaboración consciente del género
sin caer en la impostura ni en el artificio. La voz en off
y los diálogos funcionan (a diferencia de otras reelaboraciones
del género como L.A. Confidential) y el interés
de la historia no decae en ningún momento (aunque se
ralentiza un poco a la mitad del metraje).
No
obstante, a Camino a la perdición se le puede
objetar cierta grandielocuencia formal y un abuso de efectos
narrativos y dramáticos que hacen que la película
se vea en muchos momentos como un impecable pero vacío
ejercicio de estilo. Todo está tan medido y pensado que
carece de frescura, sobre todo cuando se cae en ciertos recursos
expresivos eficaces pero forzados (la lluvia en las secuencias
violentas, los claroscuros en las íntimas,...). Quizás
por ello, en su segundo largometraje Sam Mendes hipnotiza y
fascina pero no logra emocionar ni inquietar como hizo en American
Beauty.
Curtido durante más de diez años
en el mundo del teatro, el cineasta británico ha realizado
un excelente trabajo de dirección de actores. Tom Hanks,
en el papel más oscuro de su carrera, lleva a cabo una
actuación admirable entrando de lleno en el personaje
sobrio e impenetrable que interpreta, mientras el veterano Paul
Newman da una nueva muestra de maestría y fuerza expresiva
en su papel de capo de la mafia local. Por su parte, Jude Law
y Daniel Craig encarnan con convicción a sus malvados
personajes y el casi debutante Tyler Hoechlin sale muy airoso
de su difícil reto de interpretar a un niño que
debe enfrentarse a la dolorosa destrucción de su familia.
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