Por
Francisco Javier Pulido
Ningún colectivo es tan susceptible de rumores
y comentarios malévolos como las estrellas de Hollywood. Su troupe
de divos ha proporcionado, desde sus comienzos, todo un historial
de vanidades, glamour y pose que habrían impresionado al mismísimo
Oscar Wilde.
La
pareja del año intenta explotar este filón a través de la
historia de Eddie (John Cusack) y Gwen (Catherine Zeta-Jones)
una pareja problemática en crisis que son persuadidos por el publicista
Lee Phillips (Billy Crystal) para que mantengan la ficción de
su relación rota en la presentación de prensa de la última película
que ambos han rodado. Contarán con la inestimable ayuda de la
asistente y hermana de Gwen, Kiki, interpretada por Julia Roberts,
en la carrera por promocionar un filme que nadie, incluyendo estudio
y críticos, han visto.
La mente pensante que se esconde detrás de La
pareja del año es Billy Crystal que, además de desempeñar
labores de producción, es responsable del guión, elaborado junto
a Peter Tolan. Un guión que desaprovecha las posibilidades de
esta historia coral formada por un reparto de primera, de la que
en teoría se debería sacar petróleo.
Desafortunadamente, la película no se atreve a
ser la esperada ironía sangrante sobre los entresijos de Hollwood
que muchos esperábamos, tras los puyazos de sátira ácida situados
al comienzo de la película. Al contrario, a medida que transcurre
el tiempo de proyección, sus observaciones sobre la celebridad
y el negocio de las películas entran en el terreno de lo políticamente
correcto, perdiendo la oportunidad de dinamitar el star-system
hollywoodiense desde dentro y demostrando a su vez que los rumores
sobre alcoholismo y autodestrucción en los rodajes, reseñados
en libros como Hollywood-Babilonia, resultan inevitablemente
más interesantes que las películas a las que van unidos.
Así las cosas, La pareja del año pierde
pronto el nervio y se ubica en el pantanoso terreno de la comedia
romántica, a mayor gloria de sus protagonistas, pasando los gags
a ser chistes obvios sobre estrellas narcisistas, celos, peleas
de slapstick y bromas sobre dobermanns con querencia a
la entrepierna.
Si la película se salva de la ruina más absoluta
es en parte por el esfuerzo interpretativo de John Cusack, en
un papel de neurótico autodestructivo que le viene como anillo
al dedo y Julia Roberts, cuya presencia en un film sobre relaciones
en Hollywood es una ironía en sí misma. Ambos actores consiguen
mantener una química convincente, pese a lo manido de la relación
que ambos mantienen. Son ellos los que consiguen los verdaderos
momentos efectivos de la historia, junto a los cameos de
Christopher Walken en el rol director excéntrico o la histérica
actuación del camaleónico Hank Azaria como amante español de Gwen.
No ocurre lo mismo con personajes como los interpretados por Catherine
Zeta-Jones, cuya representación de la diva Gwen es una caricatura
plana y sin matices.
Para acabar de sepultar cualquier atisbo de originalidad,
la dirección del antiguo productor de la Disney, Joe Roth, se
inscribe en el terreno de lo puramente funcional, más preocupado
en conseguir que todos los cameos tengan su minutito de gloria
que en mantener el ritmo narrativo desigual de una película que,
pese a todo, tiene sus momentos divertidos.
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