Por
Manuel Ortega
En los 90s surge en EEUU una camada de nuevos
directores, que aunque no me atrevería a calificar bajo la genérica
síntesis de generación, es innegable que comparten similitudes
tanto temáticas como estilísticas. La espectacularidad de Tarantino,
la corrosividad de Solondz, la solemnidad de P.T. Anderson, el
riesgo de Aronofsky, el desparpajo de Smith, la atmósfera de Shyamalan
o la polémica de Fincher han tapado a quizá el más clásico del
grupo: James Gray.
Este
director debutó hace 7 años con la singular Little Odessa que
bebía con orgullo de la generación (si se le puede llamar así
también) anterior haciendo convivir en calculada simbiósis el
más triste de los Scorsese, el más oscuro de los Coppola y el
menos atormentado de los Schrader. La otra cara del crimen
(absurda traducción del inglés The Yards) reincide
en todas las virtudes y en todos los defectos de su ópera
prima.
Nos encontramos de nuevo ante una tragedia clásica
extrapolada a una actualidad donde el dinero hace y deshace al
antojo de quien lo posee. Cuida tu negocio y tu negocio cuidará
de tí se dice en un pasaje. Esto produce numerosas vicisitudes
en el seno de una familia shakesperiana donde el incesto, la traición,
el odio, la ambición y el fraticidio (o al menos el intento) están
a la orden del día. La familia y sus cosas, la ley y sus límites.
Algo huele podrido en Queens.
Gray se nos muestra como un hábil narrador que
se mueve como un pez en la pecera de los ambientes agobiantes,
siempre cubiertos de sombras morales y físicas. En sus películas
no hay luz, siempre es de noche y cuando es de día la acción transcurre
en habitaciones y despachos sombríos y angustiosos.
La puesta en escena (primera muestra de personalidad
del verdadero autor) es excelente, ya que consigue oprimirnos
a nosotros y a los personajes, sabiendo componer planos donde
se eligen ángulos y posiciones de cámaras arriesgadas y confusas
que no caen en el saco roto del virtuosismo banal de otros. Filma
entre rejas, cortinas, con repentinos apagones, llevandose la
palma la magnífica escena en la que Leo (inapropiado Wahlberg)
le pide ayuda a su tío (Caan) en una casa en ruinas, mientras
ráfagas de luz, que no se saben muy bien de donde salen, iluminan
y oscurecen los rostros de los personajes a antojo del director.
Encontramos cierto gusto por la creación de personajes
puestos en constante conflicto con los otros y con ellos mismos,
aprovechando todos los resquicios dramáticos del medio para hacer
avanzar la historia a la manera clásica. El personaje es traicionado
y él finalmente se acoge a la delación para salvar su propio pellejo
traicionando a su mejor amigo. Eso es lo que hace Gray, delatar
todo lo que no le gusta de su sociedad, que por lo visto es casi
todo.
Se critica con virulencia al sistema norteamericano
(al nuestro) donde no deja títere con cabeza. Políticos, empresarios,
policías, funcionarios, ninguno escapa de su propio red. Ni tan
siquiera Gray, quien tras llevar al personaje de la delación a
la negociación con los malhechores (intengrandose también por
lo tanto en el sistema), en un giro innecesario, impuesto, postizo
de forma, ortopédico en su funcionamiento, nos troca ese final
desesperanzador y verdadero por un ataque de héroicidad del protagonista
en una absurda e inesperada puntilla que traiciona nuestra confianza
en esta nuevo creador y que haría sonrojarse incluso a Frank Capra.Y
al final eso es lo que se queda en la boca, el sabor de la traición
ya que el director se /nos traiciona para integrarse él mismo
en el sistema de las buenas intenciones (y las malas acciones)
que es el cine americano. Paradójico, ¿no?
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