Por
Juan Antonio Bermúdez
Con cierta prepotencia, las hojas promocionales
de Off anuncian que con ella ha nacido en España el cine
independiente. Para argumentarlo, la definen como "una película
de escaso presupuesto, largo rodaje plagado de contratiempos,
una historia diferente y un lenguaje cinematográfico al margen
de sujeciones comerciales".
Su
director, guionista, productor y músico, Antonio Dyaz (que dada
su competencia multidisciplinar probablemente habrá redactado
también los programas de mano), se olvida por ejemplo de jóvenes
colegas como Marc Recha o Javier Corcuera, así como de otros
ilustres "indies" del cine español, como José Luis Guerin o
Víctor Erice, que trabajan desde hace tiempo en los estrechos
márgenes que deja la dictadura de la taquilla y que, cada uno
a su manera, arriesgan por lo menos tanto como él.
Sea como sea, es cierto que Off es un
ejemplo perfecto de ese nuevo cine "de autor", liberado de las
presiones y las cadenas de la industria gracias a las nuevas
tecnologías. Rodada en vídeo digital (Dyaz tampoco es un pionero
español en eso; Pablo Llorca o Julio Medem, entre otros, ya
han utilizado este formato emergente), Off no se limita
a aprovechar las ventajas logísticas de las nuevas cámaras:
más comodidad para moverlas o situarlas en lugares pequeños
o estrechos, menos presión ante posibles fallos técnicos o de
interpretación... También incorpora recursos nuevos (sobreimpresiones,
efectos) y propone revisiones de elementos clásicos como la
música, la iluminación o los encuadres para intentar acoplar
el discurso estético de la película a su evolucionado sustrato
técnico. Y esa búsqueda, fallida o no, original o recurrente,
es su mejor baza.
El problema de Off surge precisamente
en su raíz, en la supuesta clave del filme: la voz en off que,
ante la ausencia absoluta de diálogos, conduce y acaba encorsetando
su fascinante campo de sugerencias no verbales en un devenir
narrativo banal, rocambolesco, a partir de una inflada ocurrencia
de cortometraje declaradamente deudora del David Lynch más sombrío.
El vehículo argumental, la gymkhana artística
que conduce a su protagonista por varias ciudades en un agónico
viaje de reconstrucción interior, termina imponiendo una explicación
barata ante la que se rinde el riesgo. El experimentalismo acaba
revelándose como una simple excusa de una historia mucho menos
interesante.
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