Por
José Antonio Díaz
Saturados por las películas que juegan irónicamente
con los tradicionales códigos de género, John Dahl destaca como
uno de los pocos realizadores que han sabido reutilizar los
argumentos y las convenciones narrativas del cine negro desde
un punto de vista absolutamente respetuoso, aunque no mimético,
para conseguir obras de inconfundible sabor clásico y, al mismo
tiempo, originales, habiendo logrado insuflar a unas historias
casi eternas el escepticismo y las cargadas atmósferas del cine
contemporáneo.
Desde
La muerte golpea dos veces hasta Rounders, tal
vez su mejor película y en donde transciende por primera vez
los modestos límites de género en que su cine venía desarrollándose,
la relativamente corta obra de Dahl es un muestrario de coherencia
en el gusto por la quintaesencia del cine negro, sólo enturbiada,
según la opinión más generalizada, por Escondidos en la memoria,
precisamente la primera de sus películas en que se depositaron
grandes expectativas después del éxito de La última seducción.
Pero después de Rounders, su particular
monumento a la turbiedad y doblez de la naturaleza humana en
que ha consistido el meollo de sus modestos pero intensos relatos,
Dahl vuelve a patinar con Nunca juegues con extraños,
en donde, pese a volver a apoyarse en una historia clásica,
tan sencilla como atractiva (la venganza, en forma de agobiante
persecución fantasmal por las carreteras del sur profundo de
los EE.UU., de un camionero traumatizado por la broma pesada
que le han gastado los dos hermanos protagonistas y que ha acabado
en tragedia) no puede evitar las comparaciones con El diablo
sobre ruedas, con la que comparte el argumento básico, pero
no su inquietante capacidad de sugerencia de la ópera prima
de Spielberg.
De hecho, sorprendentemente para venir de Dahl,
Nunca juegues con extraños empieza con una desusada y
paradójica ligereza y transparencia para lo que se su pone debe
de ser una trama turbia, en lo que no constituye sino el anuncio
de su posterior deriva adolescente de una propuesta que, a medida
que progresa, va dejando más a las claras su carácter de encargo
destinado a un público muy determinado. Planteado muy morosamente
el conflicto, éste sólo se sostiene sobre una serie de acontecimientos
aisladamente distribuidos, a modo de obvios golpes de efecto,
entre los que no hay ningún elemento dramático que los unifique
y los haga progresar hacia algún sentido dramático.
Con unos personajes de un interés muy desigual
(sólo el hermano mayor, con su patológica inmadurez, tiene una
cierta capacidad de enganche que en ningún momento consigue
el supuesto contraste de caracteres entre los dos hermanos),
la trama no consigue más que apuntar hacia una cierta intensidad
que nunca alcanza, dejándose por el camino del metraje lagunas
de interés que culminan en un inexplicable giro del guión (por
mucho que en la historia esté aparentemente justificado): sin
la menor lógica narrativa, la sombría película itinerante, de
carretera, cambia de repente de escenarios, estancándose su
tibia progresión, para que los dos hermanos protagonistas se
acerquen a la luminosa California a recoger a la amiga de uno
de ellos, incorporándola a un viaje en el que su único papel,
después de abortado el poco ritmo e intensidad que la historia
había logrado, que el de introducir en ésta un latente motivo
sexual de discordia entre los hermanos, un guiño a la galería
del público adolescente, absolutamente disfuncional a la esencia
del relato.
De ahí al final no se asiste más que al estirado
y rutinario golpe de efecto final, lamentablemente más escorado
hacia la casquería que al genuino suspense, con infantil truco
final incluido, en una decepcionante película que sólo destaca
por el habitual paseo cinéfilo por los desolados paisajes de
interminables carreteras y sórdidos moteles del profundo sur
de los Estados Unidos con que nos suele obsequiar John Dahl.
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