Por José
Antonio Díaz
Que la industria de Holywood no
suele tener demasiados reparos en sacrificar el aspecto artístico
de sus productos en aras del crematístico es ampliamente conocido.
Hasta qué punto puede llegar en esa predisposición, no tanto.
En Noviembre dulce se trataba de juntar como pareja sentimental
a la belleza más rutilante del momento, Charlize Theron, que no
se anda tampoco con demasiados remilgos a la hora de elegir sus
últimas intervenciones, con alguna otra masculina que le diera
una réplica aceptable (Keanu Reeves), y para ello bastaba con
otro remake, en este caso el de la película homónima de
1968 de Robert Ellis Miller y, con ello, una nueva vuelta de tuerca
a la historia que ha estado en cartelera hasta ayer mismo (Otoño
en Nueva York) y cuya idea original es la de la ya mil veces
versionada Love story.
Un
profesional agresivo de manual conoce por accidente a una chica
de aspecto entre vulgar y bohemio que se empeña, sin que apenas
hayan cruzado un par de frases, en que conviva con ella un mes
(el del título), con el inexplicable motivo (para el personaje
de Reeves y para nosotros, los espectadores) de que cree que necesita
un cambio en su estresada vida y dar más importancia a otros valores.
Ahí empieza una relación tan previsible
como inexplicable que sólo cambia parcialmente su curso cuando
por fin se nos desvela a los espectadores un atisbo de motivo
para tan extraña conducta: Sara, el personaje interpretado por
Theron, resulta tener cáncer, lo que sin embargo no explica, ni
los autores de Noviembre dulce nos explican convincentemente,
es decir, en imágenes, y no tan sólo poniendo un par de frases
en la boca de Sara, además confusas, la justificación real de
tal comportamiento, por qué tal circunstancia la lleva a decidir
convivir, antes de su despedida definitiva, con tantos hombres
como meses tiene el año.
Desconozco cómo justificaba el
original tan descabellado argumento, no ya sobre el papel, sino
sobre todo en su desarrollo dramático, pero lo cierto es que esta
Noviembre dulce, y aquí reside el problema inrresoluble,
no lo hace de ninguna manera en absoluto, porque su único interés
es exponer un romance empalagoso al uso entre dos estrellas de
moda. Y a una historia tan inverosímil, su director, Pat O'Connor,
irlandés que ha hecho gran parte de su carrera en los EEUU, no
le da ni la más mínima atmósfera, lo que ya es habitual en el
cine de la industria, ni el tono adecuado, que, por otra parte,
hubiera tenido que ser muy especial para hacernos tragar una píldora
de receta tan imposible.
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