Por Alejandro
del Pino
En
los últimos años numerosas producciones cinematográficas
han abordado con más o menos fortuna las consecuencias
de los reality show y la televisión basura en la
sociedad norteamericana. No es un argumento novedoso (films como
Juan Nadie de Fran Capra tenían un punto de partida
similar), pero analizado con lucidez, complejidad y cierto espíritu
subversivo ha dado algunos resultados más que aceptables,
como la extraordinaria El show de Truman.
El
caso más reciente es 15 minutos, una cinta dirigida
por John Herzfeld y protagonizada por Robert de Niro, el polifacético
Edward Burns (director, actor y guionista que participó
en Salvar al soldado Ryan), Kelsey Grammer (conocido por
series de televisión como Cheers y Frasier)
y el actor checo Karl Roden. Robert de Niro encarna a un veterano
policía que persigue junto a un bombero especializado en
investigar incendios (Edward Burns) a dos delincuentes procedentes
de Europa del este (¿es casual?) que graban sus asesinatos con
una cámara digital. En torno a ellos se monta un disparatado
circo mediático donde cobra su sentido más macabro
la propuesta de Andy Warhol de que todo el mundo se merece al
menos una vez en la vida quince minutos de fama. Cueste lo que
cueste y caiga quien caiga, parece añadir John Herzfeld.
Ritmo trepidante, uso
inteligente de la cámara digital y buen oficio a la hora
de presentar las escenas más espectaculares son las únicas
virtudes reseñables de esta película, un
thriller policiaco que pese a su punto de partida atípico
se resuelve de una manera tan convencional como hueca. Porque
15 minutos pertenece a esa clase de tramposas obras que
camuflan un mensaje conservador y casi favorable a la pena de
muerte con un discurso que denuncia el sensacionalismo mediático
y la corrupción del sistema jurídico.
A grandes rasgos -15
minutos es una película poco dada a los matices y las
interpretaciones complejas- la idea que trasmite es que hay mucho
asesino suelto que se hace pasar por loco para librarse de la
cárcel y se aprovecha de la omnipresencia de la televisión
en la vida cotidiana para alcanzar un poco de notoriedad pública.
Pero no perdamos la esperanza, porque en los Cuerpos de Seguridad
aún quedan héroes intachables a los que nos les
importa jugarse la vida y la carrera para que el bien triunfe
sobre el mal.
La referencia a Warhol
no es más que una torpe y engañosa coartada intelectual.
Todo para ver lo de siempre: persecuciones, asesinatos, policías
y bomberos buenos e infatigables (dispuestos a ejercer su profesión
hasta en la ducha) que se empeñan en pararle los pies a
despiadados delincuentes protegidos por abogados corruptos y cuyas
fechorías son utilizadas por periodistas sin escrúpulos
para aumentar los niveles de audiencia. Para que nada falte se
añaden unas cuentas pizcas de psicología de manual
(uno de los asesinos, por supuesto, sufrió maltrato durante
su infancia), la cuota políticamente correcta de actores
negros y un par de bellas y frágiles mujeres floreros que
sufren por la desafortunada suerte de su amado o por la desgracia
de haber nacido en un país comunista. Ingredientes propios
para una película policiaca al uso, más o menos
entretenida, de ejecución habilidosa y guión sólido,
pero que pone a prueba la capacidad de resistencia crítica
de los espectadores.
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