Por
Javier Pulido
Es extraordinaria la facilidad que tiene la industria
del entretenimiento para vampirizar cualquier tema, desproveerlo
de toda sustancia y empaquetarlo como producto destinado al
consumo fácil. En esta ocasión le ha tocado el turno a La
máquina de tiempo de H.G.Wells, una obra de encargo en la
que se analizaba la responsabilidad del género humano respecto
al porvenir. El futuro no es sino lo que vamos dejando en el
presente, según decía este visionario en su opera prima. Tal
material se prestaba a una adaptación cinematográfica y ya en
1960 George Pal realizó una encantadora versión camp de los
viajes en el tiempo.
Varias
décadas más tarde, Dreamworks ha decidido retomar el proyecto,
con más pena que gloria. Tras un primer visionado, los directivos
del estudio obligaron a retocar la película, descorazonados
ante sus resultados finales. No es para menos. Y es que este
saqueo de la idea de Wells es una de esas películas extraordinariamente
producidas, que pretenden mantener al espectador en vilo de
una maravilla visual a otra y deslumbrarle con los últimos efectos,
sin que más allá de sus formas exista el menor interés. La máquina
del tiempo aprovecha al máximo el potencial tecnológico de Industrial
Light and Magic, pero no consigue capturar (fuera o no su propósito)
el encanto de la adaptación de Pal, con un granítico Rod Taylor
como el mismo Wells e Yvette Mimieux en el papel de la inolvidable
Weena.
Existe en La máquina del tiempo un desmedido
afán de acercar referentes al espectador y ofrecerle la información
mascada. Sin ir más lejos, además de otorgar un nombre al protagonista,
se sitúa la historia en Nueva York a finales del siglo XIX.
Y esto no es más que el principio de una serie de dudosos cambios
respecto al original que afectan a la credibilidad de la obra.
Una de las bazas del filme, los viajes espacio-temporales son
resueltos de un plumazo con unas visitas a los años 2030 y 2037
fofas y deshilachadas.
No mejora (ni pretende) la película al acercarse
a su nudo, que está a la altura de la series B de bajo presupuesto.
Wells era socialista utópico y su versión de las razas futuras
dentro de 8.000 siglos se componía de la decadente clase alta,
los Eloi, y el proletariado subterráneo caníbal, los Morlocks.
Al fin y al cabo, La máquina del tiempo era una fábula
sobre los peligros de la industrialización. Sin embargo, la
versión de Dreamworks no se detiene demasiado en los conflictos
de clases. Los nuevos Eloi son ahora una pseudo-tribu con aires
kitsch, que sorprendentemente hablan un perfecto inglés.
La corrección política de la que hace gala la
producción afecta a la infantil Weena, que ahora se ha convertido
en Mara, interpretada (es un decir), por Samantha Mumba, una
brillante y autosuficiente lingüista. El futuro de la humanidad
escindida en dos razas propuesto por la nueva versión de La
máquina del tiempo carece de gancho y tensión, llegando
a provocar instantes de vergüenza ajena en el caso de los Morlocks,
un desecho de fábrica de marionetas de Jim Henson, cuya irrupción
en escena está saqueada, y de qué forma, de El planeta de
los simios en la versión de Tim Burton.
La máquina del tiempo se resiente además
de haber sido rodada por directores distintos. Simon Wells tuvo
que abandonar el rodaje por un colapso nervioso a los 18 días
y su impericia en la dirección repercute en una total desconexión
entre las acciones e intenciones de los personajes. O bien la
película ha sido editada hasta decir basta, o bien el equipo
artístico y técnico no ha sido capaz de llevar sus ideas a cabo.
A modo de ejemplo, el personaje encarnado por Guy Pearce ya
no es el científico obsesionado al que mueve la curiosidad,
sino un profesor enamorado y ausente que deambula perdido sin
que su tránsito entre científico loco y hombre de acción se
pueda explicar por los cauces de la lógica.
En realidad, La máquina del tiempo se
conforma con ser un conjunto de clichés de producciones que
han tocado el tema de los viajes espacio-temporales como Time
Bandits o la propia versión de Pal. Una historia a la que
se ha despojado de todo contenido político y que, al igual que
recientemente ocurriera con La momia y su secuela, intenta
epatar con suntuosas piezas de decorado que nublan la mente
y ciegan la vista.
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