Por Juan
Antonio Bermúdez
Un crítico elogia en la radio
a esta película pero añade enseguida que no la recomienda si después
de ir a verla el espectador piensa salir de copas, porque es demasiado
dura y podría amargarle la juerga. No creo desde luego que ese
consejo tenga mala intención, pero me parece una patochada. El
cine, el buen cine, sirve para vivir más y no para olvidarse de
la vida. Se siente uno más vivo cuando ve una comedia de Lubitsch,
Billy Wilder o Woody Allen. Pero incluso también cuando ve un
musical acuático, paradigma de la evasión. Y, por supuesto, uno
siente que ha vivido más al salir de La ciudad está tranquila.
El
cine del director francés Robert Guédiguian ha ido creciendo fiel
a un modelo ideológico, la revisión nada dogmática del marxismo;
fiel a una tradición estética, el realismo poético de René Clair
o Jean Renoir; y fiel a un contexto, el barrio marsellés de L'Estaque,
microcosmos donde la globalización ensaya todos sus conflictos.
Poco a poco, a fuerza de insistir sin repetirse, se ha ido abriendo
un hueco en el corazón de la crítica y en el corazón de un público
cada vez menos minoritario.
En pleno apogeo de su carrera,
ha estrenado este año dos películas rodadas casi de forma simultánea:
¡Al ataque!, una comedia que aportaba también una reflexión
sobre el mismo cine, y esta obra maestra que es La ciudad está
tranquila, una tragedia en la que Guédiguian alarga las coordenadas
de su cine, sale del barrio de L'Estaque y sacrifica algo de su
amabilidad para mostrar el lado oscuro de la ciudad de Marsella
y el lado oscuro de la vida.
Con un planteamiento de historias
que se cruzan, La ciudad está tranquila habla valientemente
del paro, de la drogodependencia y del racismo, del oportunismo
fascista y de la crisis de la utopía. Reincide pues este director
en argumentos ya presentes en otras películas suyas, pero los
expone aquí con una complejidad y una lucidez que no había alcanzado
hasta ahora y consigue hilvanar un discurso narrativo de enorme
intensidad, que se completa desde múltiples sucesos marginales,
como el que abre y cierra la película trascendido en un precioso
símbolo ideológico de supervivencia.
En una más de sus lealtades, Guédiguian
vuelve a trabajar en La ciudad está tranquila con sus actores
fetiche: Jean Pierre Darrousin, Gérard Meylan y por supuesto Ariane
Ascaride, la nueva Anna Magnani del cine europeo, aquí más creíble
y más emocionante que nunca en su encarnación de una madre coraje
anónima como tantas.
Salí del cine, impactado desde
luego por la poderosa verdad que transmite esta película y me
fui a los bares a recoger la invitación de su director, que dice
en el programa de mano: "La película trabaja sobre ideas y comportamientos
que me sorprenden. Estoy para contrastarlo. No tengo nada que
proponer, no tengo evidentemente ninguna solución. Sólo puedo
analizar estas cosas con mi biografía esperando que esto devuelva
a las personas a su propia biografía, para que hablen, para que
se hablen, para que hablen de ello".
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