Por
José Antonio Díaz
La realidad de unos acontecimientos gravísimos
para la paz mundial en tiempos de la guerra fría, hasta hace
poco tiempo ocultados a la opinión pública internacional, así
como el reciente hundimiento del Kurst, no se sabe bien en qué
medida, determina el posible interés de K-19, The Widowmaker
(el enviudador), la última superproducción de Hollywood
justificada en la manoseadísima vitola de "basado en hechos
reales" y enmarcada en el subgénero bélico de los submarinos.
Ambientada
en las salas, camarotes y estrechos pasillos de uno de ellos,
el problema habitual del cine comercial estadounidense (melodramatismo
esquemático e infantiloide, entre otros) se hace más patente
en una cinta con una localización tan claustrofóbica, que, a
falta de mayor dinamismo, requiere un tono cuasidocumental,
una atmósfera densa, sobre todo cuando el argumento no da, como
es el caso, para muchos giros argumentales.
Sin ninguna atmósfera, Kathreen Bigelow, realizadora
notoria por su masculinizada (por su violenta y testosterónica
filmografía) tiene que recurrir a una banda sonora de presencia
excesiva y melodía grandilocuente para llenar el vacío.
La exposición del accidente nuclear en el submarino
soviético en aguas territoriales de los EEUU que pudo desencadenar
una crisis internacional de similares proporciones a la de los
misiles de Cuba, carece de unos antecedentes mínimamente interesantes
como para dar entidad argumental a la cinta hasta pasada su
primera mitad, que, así, se rellena en el guión con unos recurrentes
simulacros de emergencias a través delos cuales no se explican
convincentemente los problemas técnicos que dan lugar después
a la tragedia. Más aún, no se explica bien cuáles sea tales
problemas, por lo menos a los profanos, con lo que la resolución
del mismo carece de dramatismo real.
La segunda parte, en cambio, mejora notablemente
al hacerse por fin inteligible el problema del reactor radiactivo
del submarino, los medios que se intentan ponerse en práctica
por la tripulación para solventarlos y las consecuencias que
de no ser así les sobrevedrían tanto a ellos como a la paz mundial.
Naturalmente, K-19 obvia exponer con un mínimo
de rigor el contexto político que en buena medida explica el
accidente nuclear, centrándose, por una parte, en el sacrificio
de una tripulación puesta en el brete de elegir entre su vida
y la paz para su país, y, por otra, en el duelo personal del
comandante del submarino, un aparatchic del sistema soviético
cuya lógica intolerancia en el mando es presentada como la culpable
de que la crisis llegue a extremos indeseables, interpretado
por un Harrison Ford en la línea del acartonamiento facial de
otras insignes y veteranas estrellas masculinas de Hollywood
(Mel Gibson), con el anterior comandante, recietemente degradado
a subordinado inmediato del anterior por su excesiva humanidad
y empatía con la tropa, personaje, como el de Ford, sin la suficiente
entidad o complejidad, y al que Liam Neeson no consigue elevar
por encima de su limitado perfil como para que dicho duelo,
en el que se basa casi todo el aspecto humano del argumento,
no resulte desdibujado.
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