Por
José Antonio Díaz
De un realizador como Adrian Lyne sólo cabía
esperar a estas alturas una película como ésta, en la que, una
vez más, juega hipócritamente a adoctrinar, mediante el escándalo,
a un público bienpensante y económicamente acomodado o con aspiraciones
de serlo, con los riesgos para la institución familiar de las
relaciones sexuales heterodoxas.
Como
en Nueve semanas y media, Atracción fatal y Una
proposición indecente, y apoyándose en la película de Claude
Chabrol La mujer fatal, ofrece un metraje de papel cuché,
de textura visual impecable, casi suntuosa, para contar la supuesta
amenaza de la pasión adúltera, del sexo por el sexo, para la
estabilidad de una acomodada pareja de mediana edad y, para
más INRI, con hijo.
El mensaje moralizante es claro: en lugar de
poner en solfa la ficticia, caricaturesca y rutinaria estabilidad
de una convencional familia formada por un cualificado profesional
de éxito (Richard Gere), una atractiva ama de casa con tiempo
libre y dinero para organizar subastas benéficas (Diane Lane)
y un pedante e infantilizado hijo único (¿cómo un guionista
puede idear un personaje así y recibir el visto bueno de los
responsables últimos de producciones tan intervenidas como ésta?),
habitantes de una idílica casa a las afueras de cualquier ajetreo
urbano, Infiel se recrea, aunque sibilinamente, que Lyne
ya es un maestro al respecto, en mostrarnos los peligros que
acechan tras la tentación sexual espontánea (léase desordenada)
para la institución familiar (que además, y significativamente,
ocurre en una ciudad -Nueva York- subliminalmente caracterizada
como una Sodoma y Gomorra actualizada).
En el haber de Infiel se puede contar
una puesta en escena sorprendentemente clásica, que rehúye el
efectismo de los golpes de efecto y de los planos excesivamente
breves característicos de los productos comerciales y se toma
su tiempo para hacer progresar la historia fijándose a veces
más en los detalles y en los gestos de los actores principales,
cuya interpretación se respeta y entre los que destaca la belleza
madura de la interesante Diane Lane, que en las escasas pero
aparatosas anécdotas que, al fin y al cabo, se basa el conjunto
de la cinta. También en su haber se encuentra la relativa y
sorprendente sutileza de una historia de una historia de evidente
mensaje final, de tal forma que durante su desarrollo se atisba
la posibilidad de que Lyne haya cambiado y nos deje de vender
siempre el mismo rollo tradicionalista bajo una máscara de escándalo
sexual.
Mientras que en el debe de la película debe
puede contarse su misma base: una historia no sólo convencional
y panfletaria, sino además basada en ideas sociales tan primarias
que en cierta medida imposibilitan un desarrollo y desenlace
más matizados, más atentos a los auténticos sentimientos de
personajes afectados por una infidelidad grave como la que se
describe, convirtiéndose tales personajes, según se acerca el
final, en poco más que instrumentos al servicio de la ilustración
de una tesis. También, la hipocresía típica de Lyne consistente
en deleitarse con el pecado que finalmente denuncia, aunque
Infiel está ya lejos de la explicitud sexual de Nueves semanas
y media.
Como saldo resultante, no se sabe bien si alabar
a Lyne por haber logrado una secuencia tan relativamente matizada
y una interpretación de los actores de tanta entidad en una
producción de premisas tan pacatas o, por el contrario, achacarle
haber estropeado en su parte final, con su típica deriva moralizantemente
conservadora a favor de la familia tradicional sus interesantes
dos primeros tercios: la botella medio llena o medio vacía.
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