Por
Silvia Ruano Ruiz
Sin un gran despliegue comercial ni publicitario
se estrena bastante después de lo previsto, a causa de los atentados
de Septiembre de 2001, la segunda versión cinematográfica de
la novela de Graham Greene, que ya fuera llevada a la pantalla
en 1958 por Joseph L. Mankiewicz. Un retraso éste fácilmente
comprensible, a tenor del carácter crítico del texto literario
hacia el intervencionismo estadounidense en el conflicto bélico
que enfrentaba a Indochina, ansiosa por librarse del yugo colonial,
con el ejército francés, y que con gran tino apuntaba ya en
1955 algunas de las claves de por qué tuvo lugar años más tarde
la guerra de Vietnam.
Ambientada
en el Saigón de 1952, la historia combina de manera hábil y
equilibrada el trasfondo político y el drama individual: aquí,
el triángulo amoroso que surge entre Thomas Fowler, un maduro
reportero británico del London Times, escéptico y desengañado,
que procura mantenerse al margen de lo que acontece a su alrededor,
y al que da vida Michael Caine, y un voluntario norteamericano,
Alden Pyle, interpretado por Brendan Fraser, que se enamora
de Phuong (Do Thi Hai Yen), la joven amante nativa del primero.
Sin embargo, esta rivalidad no les convierte en los contendientes
que cabría esperar, dado que ambos hombres, con todo, simpatizan,
y a pesar de que Fowler sea dolorosamente consciente del peligro
y la amenaza que para su relación supone la aparición de Pyle,
respecto al cual, por edad y estado civil, se encuentra en clara
desventaja ante la mujer que sabe es casi con seguridad su último
amor.
Pero la fidelidad a la obra de Green del guión
firmado por Christopher Hampton y Robert Schenkkan, beneficiosa
para la película al encontrarse recogidas las mismas cuestiones
morales que suscitaba la novela, y que llevan al irónico Fowler,
descreído y fumador de opio, a comprender que la neutralidad
no es posible ante la muerte de civiles inocentes y a decidirse
a tomar partido, se resiente de la misma debilidad que el original
literario: el personaje femenino parece presentarse como simple
moneda de cambio entre los dos hombres, que muestran su voluntad
de conseguirla o conservarla por la felicidad que les procura
como si de un objeto se tratara, sin preguntarse en ningún momento
qué desea ella; la narración para nada tiene en cuenta su punto
de vista o su perspectiva en una situación que se dirime siempre
entre ellos.
Philip Noyce (Calma Total, El Santo)
realiza así su mejor trabajo hasta la fecha, aportando al conjunto
si no genio y brillantez, sí al menos una corrección y buen
hacer que contribuyen a la digna factura de una cinta que se
sigue con agrado aunque sin apasionamiento. Para ello se rodea
de competentes profesionales como Christopher Doyle y Craig
Amstrong, responsables respectivamente de una fotografía de
colores oscurecidos y una inspirada partitura que, acompañan
con acierto a las imágenes, logrando transportarnos a la sensualidad
del Saigón de aquellos días, pero que pecan quizá en alguna
medida de cierta visión evocadora y nostálgica occidental que
difícilmente compartiría un vietnamita.
No obstante, el mayor reclamo de El americano
impasible es la impagable presencia en su reparto de Michael
Caine, que vuelve a ofrecer otra lección de talento, sabiduría
y oficio al dotar de hondura y humanidad a ese viejo que, aun
asustado ante la idea de perder a su amante, se esfuerza en
todo momento por conservar la compostura y la dignidad.
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