Por
Juan Antonio Bermúdez
Igor Fioravanti ha saltado de la publicidad
al cine para rodar un largo spot. Sobre los tópicos mediterráneos
del carpe diem que se concentran en el paisaje paradisíaco
de Ibiza. Sobre la nostalgia de una época que bronceó en la
isla su delirio hippie. Y especialmente sobre la desubicación
que han heredado los vástagos de esa generación chamuscada.
Con
buena voluntad, se puede elogiar en El sueño de Ibiza algo
muy propio de las óperas primas: su carta de naturaleza como
ejercicio de sinceridad catártica de su director, uno de esos
niños de la Ibiza setentera y uno de estos desasosegados treintañeros
en busca de su lugar en el mundo. Pero lo que pretende ser una
crónica cómplice del desencanto y la supervivencia se disuelve
en una historia fría de personajes frívolos que viven todo (incluido
lo más extremo, el amor y la muerte que diría André Bazin) con
un falso apego afectado e insultante.
Todo el filme está invadido, anegado, por un
esnobismo ingenuo. Sus tres protagonistas cumplen uno por uno
los conflictos del sujeto contemporáneo en crisis (claro está,
occidental, todavía joven y con posibles): de vuelta de cualquier
utopía política, insatisfechos en el sexo, descontentos en el
trabajo, movilizados sólo por un humanismo exótico, deslumbrados
por una espiritualidad insólita y efímera, hedonistas hasta
la autodestrucción...
Tantas verdades generacionales quiere decir Igor
Fioravanti en su película que acaba por no decir ninguna, puesto
que sus personajes, a fuerza de cargarse de pecados y virtudes,
terminan convertidos en clichés bobos, en fantasmas translúcidos
por los que resbalan presuntas emociones apenas contagiosas.
Y lo mismo que pasa con el argumento sucede
con las formas. Aparte de algún guiño alucinatorio, domina una
verosimilitud birlada, una impostura con ganas de certeza que
rechina en el fondo de los planos, como por ejemplo en ese recurrente
afán por que aparezcan estereotipos populares como relleno o
decorado en determinadas secuencias. Y hay sobre todo un camuflaje
publicitario que delata los orígenes del director y que resulta
a ratos, sólo a ratos, atractivo. Mucha entidad tiene en cambio
la música, responsabilidad del DJ José Padilla sobre una abundante
gama de registros electrónicos que significan a veces bastante
más que la imagen.
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