Por
Manuel Ortega
Siempre he pensado que Calparsoro era un director
en ciernes, falto de un guionista que lo amparase y de un buen
encargado de casting, un tipo que no explotaba del todo sus
virtudes y al que le explotaban en la cara sus defectos. Un
joven con talento pero quizá con demasiadas ínfulas, con un
acongojante poder visual y con una solemne carestía verbal,
con una impresionante habilidad para crear atmósferas y con
una preocupante incapacidad para mantenerlas, que había visto
mucho pero que había entendido poco, que sabía cómo iba esto
pero no de qué iba.
Viendo
el inventario reunido para éste, su último filme, había posibilidades
de que algunos de sus males endémicos se vieran soslayados.
Además su anterior obra, Asfalto, ya empezaba a apuntar
cierta mejora con respecto a sus primeros balbuceos, que curiosamente
ya habían sido encumbrados por una crítica ávida de nuevos valores,
cimentada en la falsa creencia de que el cine español pasa/ba
un momento inigualable de calidad, que el tiempo lógicamente
con la frialdad y el distanciamiento que da la razón (¿o era
al revés?) evaluará en su justa y escasa medida.
Ahora cuenta con la colaboración en el guión
de Juan Cavestany (en su haber el magnífico libreto de Los
lobos de Washington) que le da consistencia a diálogos y
desarrollo de la historia y una elección de actores mucho más
abierta que el típico y susurrante elenco habitual del Calparsoro.
Luego también pasa de narrar esas historias entre intimistas
entre imposibles acaecidas en un lumpen de diseño y ropa de
marca para universalizar su discurso llevándonos a la vuelta
de la esquina, a los mil gusanos que habitan y se reproducen
en el corazón de esta Europa del euro, tan feliz ella con poder
comprar un yogurt en Bélgica sin tener que cambiar de moneda
que no se percata de que en el centro geográfico se siguen matando
sin que nadie pueda poner paz.
Y en esas están los personajes de Guerreros,
jóvenes pertenecientes a la KFOR que en el invierno del 2000
en la frontera entre Kosovo y Serbia tienen que poner paz y
arreglar un transformador de la luz (la película está cargada
de símbolos) en una pequeña aldea kosovar. Pero nadie puede
poner luz a la ceguera del odio irredento, a la del odio cotidiano,
a la del odio de una guerra que acaba de terminar sin terminar
con el odio. Esa zona ha retrocedido unos cuantos siglos y los
soldados españoles (y un francés) se ven arrastrados en ese
proceso involutivo atroz.
La animalización (¿humanización? ¿vuelta a la
verdadera esencia de nuestro orden primate?) va in crescendo
desde la muerte de la interprete, ya todos se limitan a
atacarse entre sí, empujados por el miedo, por el horror, etc..Tiene
Guerreros muchas imágenes impactantes rayanas en la pesadilla,
como la de la fosa común en la que se esconden nuestros "héroes"
(aplíquesele toda la ironía que cada uno tenga a este término)
en la que les llueve del cielo un buen número de cadáveres con
su correspondiente dosis de cal viva y sobre todo la que me
parece resumen significativo del tema principal de esta película,
aquella que tras asesinar a un guerrillero albano-kosovar todos
se arremolinan ante él, comiéndose los víveres que éste llevaba.
La cámara se aleja y muestra perfectamente como esos hombres
y mujeres engullendo encurvados con las manos encima de un muerto
se convierten en buitres, en animales carroñeros, en animales.
Calparsoro ha dirigido su mejor película, espero
que aun no haya tocado techo y pueda ofrecernos buena muestra
de cine de género como en este caso.
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