Por Juan
Antonio Bermúdez
El prolífico Claude Chabrol, uno
de los padres de aquella nouvelle vague tan reconocida y tan influyente,
firma en Gracias por el chocolate una personalísima revisión del
thriller familiar o más concretamente de lo que los anglosajones
han dado en llamar morality play, un argumento de intriga psicoanalítica
que desmenuza tan despiadada como delicadamente algunos de los
conceptos clave de la moral occidental de lo cotidiano.
Inspirado
en The Chocolat Cobweb, un relato de la escritora estadounidense
Charlotte Armstrong (1905-1969), el que es, por ahora, el último
filme de Chabrol recoge muchas de las obsesiones del director
parisino, siempre fascinado por los personajes complejos, disfrazados
de una apacible normalidad que esconde un pasado turbio o una
angustia presente.
En la línea magistral del suspense
que trazaran Siodmak o Hitchckock, Chabrol urde con elegante sencillez
todo el discurso del filme sobre un concepto central abstracto,
en este caso la perversidad entendida como el placer que se halla
en el deseo y la búsqueda del mal ajeno. Y concreta esa abstracción
en una situación, unos personajes y un espacio constreñido que
también le deben muchísimo a los presupuestos formales del suspense
clásico.
En esa franja en la que se superponen
lo positivo y lo negativo, la aparente bondad y la perversión
casi instintiva, sitúa Chabrol a la actriz fetiche de su última
etapa, Isabelle Huppert, a la que le regaló hace unos años la
Madame Bovary de su adaptación del clásico de Flaubert y a la
que luego ha dirigido en La ceremonia, Prostituta de día, señorita
de noche o el más reciente No va más, entre otros filmes.
En el papel de la chocolatera Mika
Muller, la Huppert borda así una de las interpretaciones cumbre
de su ya también extensa carrera, con una perfecta combinación
de fragilidad y perfidia, de candidez y maquiavelismo, que la
acercan a las débiles diablesas más consagradas de la historia
del cine.
Pero en esta película de pocos
y muy complejos personajes (que anuncian ya la condición atormentada
que recubre su supuesta felicidad en una excelente escena-prólogo
previa a los primeros títulos de crédito), la de Isabelle Huppert
no es la única exhibición de talento. A su lado, el veterano Jacques
Dutronc y el joven Rodolphe Pauly descargan igualmente una enorme
potencia interpretativa, cada uno en la particular versión de
su sufrimiento. Y la también casi debutante Anna Mouglalis cumple
con sobrada holgura su comprometido e imprescindible papel de
intrusa que desencadenará o revelará las tensiones del conjunto.
El gesto desafectado y fresco de esta joven actriz es una de las
más firmes esperanzas del cine francés contemporáneo. Ojalá la
sigan aprovechando directores como Claude Chabrol.
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