Por José
Antonio Díaz
Ya es un lugar común hablar de
la excesiva duración de las películas, sobre todo de muchas de
las que se estrenan en los últimos años, en las que se tiende
a un mínimo de dos horas, y de ahí para arriba. Gente con clase
demuestra que lo contrario también puede darse y llegar a ser
tan molesto, por decepcionante, como el exceso de metraje. No
es sólo que dure unos 85 minutos, que sería lo de menos, sino
que, de acuerdo a su planteamiento, le falta una media hora para
concretar todo lo que promete.
Dirigida por el director británico
formado en la BBC de Gales Eric Styles, en la que es su segundo
largometraje para la pantalla grande, y escrita por el novato
en estas lides Paul Rattigan, quien adapta la obra de teatro del
dramaturgo y showman británico Noel Coward Relative values,
título más definitorio del espíritu de esta comedia que el que
se ha utilizado, Gente con clase, inexplicablemente, se
salta ese axioma, más de cajón si cabe en una película de corte
clásico como ésta, según el cual una obra de ficción se estructura
en planteamiento, nudo y desenlace. Independientemente de la obra
que adapta, a la que no tiene por qué limitarse, el guionista
se salta, no ya el planteamiento o el desenlace, sino el mismísimo
meollo del argumento.
El
hijo de una típica familia británica de clase alta se promete
de un día para otro con una estrella de Hollywood (Jeanne Tripplehorn),
lo que es motivo de comidilla para los medios de comunicación,
por lo que se dirige a la casa familiar con su prometida para
presentarla en sociedad, pero he aquí que una de las doncellas
de la casa resulta ser su hermana, a la que aquélla no ve desde
hace muchos años, y que no quiere que la vea como una criada de
su prometido ni de la familia de éste. Así que, para evitar que
abandone la casa en la que ha estado sirviendo tantos años, la
señora de la casa, interpretada por Julie Andrews, recuperada
así para la pantalla grande, idea un plan para que su fiel sirvienta
no tenga que abandonar la casa pero tampoco aparecer ante su hermana
como una fracasada.
Y como hasta el punto en que los
novios llegan a la casa está contado con cierta gracia, entre
la flemática mala uva británica y la ligereza de la alta comedia
clásica, así como, además, se añade a la situación, en la que
no falta el mayordomo con mucha sorna, las criadas chismosas y
el sobrino revienta-fiestas con ganas de salir de su tediosa rutina
de clase, el ex prometido de la actriz, un arquetípico norteamericano,
también actor, que abandona un rodaje para evitar como sea la
boda de aquélla y aparece sin avisar en la casa de autos, no podemos
sino frotarnos las manos a la espera de un vodebil de alto standing,
una comedia de situación en la que, sobre la base de buenos diálogos
socarrones y continuos malentendidos, se parodien no sólo el anacrónico
estilo de vida de las clases altas británicas, sino también las
supuestas abismales diferencias de modales entre los típicos ingleses
y los oriundos de su ex colonia.
Desgraciadamente, todo queda
reducido a un desenlace precipitado en el que, de repente, los
personajes, en lugar de mantener la farsa, se empiezan a confesar
sus problemas, deshilvanándose así de raíz los prometidos malentendidos,
en un final más sentimental y amable que cómico y cínico, que
es lo que pedía el planteamiento de Gente con clase.
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