Por
José Antonio Díaz
En unos años en que han proliferado hasta la
náusea programas del tipo "la vida en vivo y en directo", una
película que, como El experimento, cuenta la historia
de un experiencia con tales características y, encima, basada
en hechos reales, en principio sólo es susceptible de sospecha
de oportunismo de corto alcance. Basándose en el experimento
psicológico que unos científicos llevaron a cabo en los años
60 en Palo Alto (EEUU), consistente en confinar a un grupo de
individuos en una cárcel simulada durante un cierto tiempo,
repartiéndoles en dos grupos de roles, los carceleros y los
reclusos, y a los que, por supuesto, se observaban y grababan
sus comportamientos, la sospecha se revela pronto infundada.
Como
en El show de Truman, aunque con factura de cine independiente
europeo (alemán), sus imágenes, aparte de un documento vibrante
en sí mismas, reflejan una denuncia más o menos rigurosa de
los peligros totalitarios que anidan en el deseo de controlar
la vida con fines ajenos a ésta.
Ópera prima del realizador de televisión Olivier
Hirschbiegel y protagonizada por Moritz Bleibtreu (Corre
Lola corre), El experimento consigue eludir la tentación
de los montajes frenéticos y efectistas y ofrecer el desarrollo
de una historia impactante de forma casi clásica y absolutamente
austera, en el curso de la cual la creciente oposición de caracteres
entre los ficticios carceleros y reclusos a causa de la progresiva
asunción de los papeles asignados por los científicos se desgrana
de una forma paulatina y muy medida, a través de un guión directo,
que no se anda por las ramas, y al que le sobran unas pocas
y certeras pinceladas sobre la personalidad de los 20 personajes
para plantear el conflicto de forma convincente.
Tan funcional es el conjunto que El experimento
llega a tener a ratos una aire de cómic, de buen cómic.
Sólo las imágenes en flash back sobre una relación amorosa
del protagonista inmediatamente anterior a su encierro voluntario,
casi oníricas por contraste con la claustrofóbica convivencia
carcelaria, donde la cinta adquiere por momentos la textura
de un cine de autor más ambicioso, ofrecen un sugerente respiradero
al básicamente funcional relato de la vida en la prisión experimental
y, de paso, una solución argumental para su desenlace, más truculento
de lo necesario.
Al final, y paradójicamente, del experimento
en cuestión, pese a las apariencias de una historia obvia, no
se deduce una denuncia concluyente del potencial instrumentalmente
represivo de la asunción por los ciudadanos de determinados
roles en la sociedad (aquella teoría marxista según la cual
los individuos asumen y se comportan de acuerdo al lugar que
ocupan en el engranaje de aquélla), sino más bien una crítica
del periodismo sensacionalista que, con su ansia de espectáculo
a cualquier precio, alimenta las más bajas pasiones sociales,
puesto que la asunción de los papeles repartidos en el experimento
no es espontánea, sino que se produce como consecuencia de las
ansias del periodista-recluso por grabar y ofrecer al público
un espectáculo impactante.
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