Por
Manuel Ortega
Tanto el director (Mosher) como el guionista
(Wheeler) debutan con este modesto, fallido, intrascendente,
insustancial, inmovilista, torpe, misógino, inane y enano producto,
que se ampara bajo la sombra del maestro teatral del primero:
David Mamet. Pero la sombra de David Mamet es alargada y más
si eres tan pequeño como este minúsculo filme que apuesta por
el guión sin que éste sea una maravilla, que confía en la labor
interpretativa de unos actores que pocas veces han estado tan
apelmazados y que espera sacudir/ sorprender con un final más
previsible que las nominaciones a los Oscars. Sería injusto
calificarla de estafa y, por ende a sus creadores de estafadores,
porque, a pesar de que su título se presta al juego fácil y
resultón, es una propuesta que expía sus pecados mediante la
honestidad y la falta de pretensiones, consiguiendo que su visionado
no acabe por molestar más de lo que la propia sosería del resultante
final logra sin aparente esfuerzo.
Todo
va de un timador que pasa de montárselo de jefe en una compañía
de fracasados chalanes en horas bajas, a ser un empleado más
dentro de la maquinaria precisa del líder nacional del timo
por teléfono: un prófugo poco recomendable que piensa reunir
dinero para comprar unas sospechosas minas de oro. Un planteamiento
que no esconde otra cosa que una nueva representación del sueño
americano tal como lo hace las películas deportivas o de empresarios,
de cómo se puede pasar de ser cabeza de ratón a cabeza de león
pasando anteriormente con grácil soltura y ligereza por cola
de león.
Lo que pasa es que aquí no se trata de romper
cabezas con el casco o pelotas con el bate, ni se nos demuestra
lo rápidas y cómodas que son las escaleras mecánicas del capitalismo
cuando eres un chico listo, guapo y con principios. Aquí por
el contrario los planes son abyectos, aquí el americanito cuyos
copiosos ahorros son sustraídos por el malvado aprendiz de presidente
no se merece eso, por lo que desde un principio nos imaginamos
que no se podrá salir con la suya ni con la de los demás.
La impericia del dúo debutante (muy poco dinámico,
todo hay que decirlo) descompensa la película por un exceso
a la hora de intentar equilibrar la balanza de forma exacta
pero antinatural. Una primera parte sin apenas atractivo está
interpretada en sus papeles secundarios por tres grandes monstruos
genéricos (cuando digo monstruos no lo digo por lo feo aunque
también lo podría decir) como Tobolowsky, Wendt y el absolutamente
genial Wallace Shawn, mientras que la segunda, que es la que
aparentemente desarrolla los puntos fuertes del guión, cae en
manos de unos actores sin carisma y con una presencia confusa,
intercambiable y prescindible.
El trueque hubiera posibilitado que Estafadores
adquiriera un empaque y una intensidad que la hubiera sacado
violentamente del limbo donde descansan los que no encuentran
sentido a su muerte porque tampoco lo tuvo su nacimiento. Además
si todo esto también esta aderezado por un personaje incomprensible,
correlato corporal mutilado del, interiormente tullido, protagonista,
que se dedica a balbucear parlamentos trufados de grandilocuentes
citas de manuales de baratillo (ya saben, ajedrez, budismo,
nihilismo de la nadería), la cosa pasa de castaño a oscuro.
Y esto era castaño desde que los productores le dieron la luz.
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