Por David
Montero
El mejicano Guillermo del Toro
es uno de esos nombres que, por suerte o por desgracia, tan sólo
podemos asociar a un género: el cine de fantástico,
preferiblemente con ciertas dosis de terror, pero sin alejarse
nunca de los circuitos comerciales. Su debút en 1993 con
el filme Cronos levantó grandes expectativas y sirvió
para que del Toro recorriera el mundo cosechando exitos en lugares
como Bruselas, Sitges o La Habana. Después vino el salto
a Hollywood (demasiado pronto quizás) y el patinazo con
una película totalmente prescindible como Mimic.
Las críticas que lo habían encumbrado ahora le acusaban
duramente. La caída fue rápida y dolorosa, sin paliativos.
Ahora,
de la mano de El Deseo S.A., y con una serie de proyectos interesantes
en el bolsillo, Guillermo del Toro presenta en España El
espinazo del diablo, una película pretenciosa y erronea,
que aspira a mucho y no logra absolutamente nada. La historia
tiene lugar durante la guerra civil española, en un orfanato
desolado donde unos milicianos abandonan a Carlos, un niño
de unos doce años cuyos padres han muerto. Al poco de instalarse
en su nuevo hogar, Carlos comienza a oir la voz de Santi, un chaval
desaparecido en misteriosas circunstancias que desde el más
allá clama venganza. Además de eso, el brutal guarda
de la prisión, un tipo ambicioso y cruel llamado Jacinto,
les hace la vida imposible a los chicos y espera su ocasión
para escapar con el oro que los republicanos guardan en el hospicio.
El caso de El espinazo de el
diablo es que propone multitud de situaciones y acaba sin
concretar ninguna de ellas. En primer lugar no estamos frente
a una película de terror. Del Toro y el resto de guionistas
inyectan el ñoño elemento fantástico de una
manera tosca y forzada en una historia que, sin necesitarlo para
nada, se regodea excesivamente en este aspecto. Tampoco es una
slash-movie. Y eso, a pesar de que el personaje de Eduardo
Noriega trate, sin éxito, de asemejarse a un asesino de
los peorcitos durante la última parte de la cinta. Y el
trasfondo social de una España en guerra queda tristemente
reducido a varias anécdotas que se desarrollan fuera del
hilo argumental y a varias expresiones hechas traídas por
los pelos ("lo dicho, lentejas te las comes si quieres y
si no las dejas").
Por otro lado, el gusto por el
relato gótico y los escenarios cuidados que Del Toro ya
demostró en sus dos filmes anteriores siguen presentes
en El espinazo del diablo aún con más fuerza
si cabe. En este caso dibujando un escenario abandonado y solitario
que recuerda a los inquietantes grabados de Piranessi. Un ambiente
diseñado con acierto estético y que ofrece un marco
ideal para el lucimiento de actores de la talla de Federico Luppi
(los quionistas sí han hecho un buen trabajo con su texto)
y Marisa Paredes, en el papel de la lisiada dueña del orfanato.
En cuanto a Eduardo Noriega, seremos benévolos afirmando
sencillamente que le hemos visto en mejores actuaciones.
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